Con las manos temblorosas: Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg

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La guerra fue, es y seguirá siendo una fuente inagotable de historias. La vida de cada combatiente o de cada víctima se constituye en un drama, que puede ser mínimo o intrascendente, pero que desde su punto de vista es siempre inmenso: es la vivencia de los que allí estuvieron, es la impresión indeleble que queda en la retina primero y luego en el recuerdo, es el dolor de ver morir a un amigo, a un hermano, a la persona que amas. Lágrimas, zumbidos de balas, pena y más pena: no hay otra cosa. Y no importa la guerra que se libre, la experiencia es igual: aterradora, injusta, tremendamente dolorosa. Hay que estar allí para sentirlo, para oírlo, para padecerlo.

Pero no todos hemos estado en guerras, y muchas veces la idea que tenemos de un conflicto de estas características nos llega por los informes televisivos y sobre todo por las películas, que desde épocas tan pretéritas como cuando D.W. Griffith nos mostraba el conflicto fratricida de El nacimiento de un nación (Birth of a Nation, 1915), han hecho de la guerra uno de sus temas favoritos, abordándolo desde innumerables ángulos: el triunfo, la derrota, las víctimas, los prisioneros, la ideología, el absurdo.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

Y sea como lección histórica, revancha política, propaganda o puros intereses comerciales, la verdad es que este siglo largo de cine se ha acercado prácticamente a cuando conflicto ha organizado esta incomprensible humanidad, siendo como es uno de los tópicos donde es más difícil ser objetivos, y donde más fácilmente se puede manipular la realidad, contar un solo lado de la historia, levantar falsos ídolos, imaginar glorias, exaltar malvados y encender fervores y odios. De esta forma toda película de guerra despierta sospechas: ¿Fue esto lo que ocurrió? ¿Así fue cómo se luchó? ¿Esos si fueron los verdaderos villanos? Sobre todo porque estamos acostumbrados a ver en la pantalla a héroes impolutos e invencibles, soldados sedientos de sangre, mercenarios que no son otra cosa que máquinas de lucha, oponentes plenos de torpeza, batallas calculadas con enorme precisión, misiones donde nada se deja al azar. ¿Las guerras reales si serán tan perfectas? Y como los libros de historia –y los guiones de cine- los escriben quienes ganan, entonces podemos llegar a decir que el cine no es exactamente la forma más fidedigna de reproducir y acercarnos a la guerra.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

Pero a veces nos parece estar cerca a la verdad: quizás los demonios de la ira que invadían a los oficiales de Platoon (1986) hayan tomado esa forma, es posible que el inexperto y rabioso pelotón de Nacido para matar (Full Metal Jacket, 1987) se haya comportado de ese modo, el concepto de la ética que se mueve tras La patrulla infernal (Paths of Glory, 1957) es perfectamente verosímil e inteligible, no es raro que las penurias de un campo de concentración nazi estén cercanas a las que nos mostraron en La lista de Schindler (Schindler´s List, 1993), así como es muy probable que el desembarco en Normandía, ese mítico días D de la Segunda Guerra Mundial haya sido tan espantoso como nos lo ha contado Steven Spielberg en Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998).

Omaha Beach, 06-06-44
Lo hemos visto en las fotografías de Robert Capa, en los documentales de guerra, en las películas: la invasión de Normandía fue el inicio del fin del dominio alemán en Europa. En la madrugada del 6 de junio de 1944, las tropas aliadas inglesas y canadienses ocuparon las playas Gold, Juno y Sword, mientras las estadounidenses entraron por las playas Utah y Omaha en Vierville-sur-mer. El día más largo (The Longest Day, 1962), de Darryl Zanuck, es ejemplo representativo de las cintas que Hollywood nos ha ofrecido sobre el tema: una batalla anónima, sin rostros, de muertes coreografiadas, colmada con actos de arrojo falsos, huecos e impostados. No hay sangre, ni griterío, ni confusión alguna, los soldados parecen haber venido practicando el asalto a la playa ya con varios días de anticipación, casi con el libreto en la mano. ¿Dónde están las dos mil cuatrocientas bajas que el ejército de Estados Unidos sufrió durante esa jornada? Sublimadas en aras del arte. Escondidas, hasta ahora.

Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg

En Rescatando al soldado Ryan un breve e innecesario prólogo introduce un flashback que nos lleva directo a la guerra, más exactamente al mar, donde el desembarco en Omaha está a punto de producirse. Estamos en medio de los soldados pero ni su actitud ni su presencia es la de seres marmóreos y corpulentos destinados a la gloria: el temor los invade, el miedo los consume, el oleaje los marea. Hay temblor en sus manos, sudor, desazón, una angustia infinita. Lo sienten, logran transmitírnoslo. Y la playa se acerca y la muerte con ella: sigue entonces casi media hora que no da tregua, que abruma, que nos hace cerrar los ojos. Spielberg no ha economizado recurso alguno para hacernos viajar en el tiempo, para que sintamos que estamos asistiendo, desde la comodidad de nuestra silla, a un momento que la historia –y el cine se ha encargado de llenar de heroísmo y coraje, cuando lo que vemos son gritos de dolor, sangre, dudas y terror.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

La cámara tiembla, sube, baja, cae al agua, se incorpora apenas y de nuevo tropieza: esa cámara subjetiva se constituye en nuestros ojos, pues allá estamos, metidos hasta el pecho en el agua, incapaces de movernos por el peso del armamento, con las balas alemanas pegando en un cuerpo cercano, con el mar que sabe ahora a sangre. Y en la playa, el caos. Hombres heridos, muertos, gritos, explosiones, barro, cuerpos mutilados, un soldado que recoge su brazo de la arena, otro con todo el contenido abdominal a cielo abierto; no sabemos a dónde mirar, dónde escondernos, qué hacer. Gráficos como nunca han sido, Steven Spielberg y su fotógrafo Janusz Kaminski, consiguen movernos e inquietarnos con sus imágenes, que llevan al plano personal e individual un conflicto que estamos acostumbrados a ver a vuelo de pájaro. La escena parece no concluir, sigue sumando oprobios, violencia y rabia. Con una intensidad apremiante y una eficacia técnica y narrativa sin reparo alguno, el director nos está mostrando una pieza memorable de cine, por aterradora y devastadora que su puesta en escena nos parezca.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

Y luego una pausa introduce la supuesta misión que se le va encomendar a un pequeño grupo de soldados que sobrevivieron a la invasión a Normandía. Empieza entonces una historia distinta, en la que ese heterogéneo grupo humano busca a un soldado que se ha ganado -de la manera más trágica posible- el derecho de volver a casa. El guion, escrito por Robert Rodat, está inspirado en la historia de Fritz Niland, un soldado que había que sacar del combate por los mismos motivos que la cinta describe y que fue encontrado en la zona de guerra por un capellán del ejército, el reverendo Francis Sampson. Pero esa búsqueda es una disculpa, ése no es el fin de la película, ése es sólo el motivo que la echa a andar.

La sombra de varias dudas
Rescatando al soldado Ryan es una película coral, donde sus múltiples protagonistas, unidos por el azar en una empresa común, tratan de representar y reflejar las diferentes caras de una guerra desde el punto de vista más humano posible. Pasamos del generalizado concepto de tropa como algo que es una masa común de hombres que siguen órdenes y que carecen de introspección alguna, a analizar a cada uno de sus integrantes, a caracterizarlos y a reconocerlos en su individualidad. Lo que vemos hace de este filme una experiencia dolorosamente humana: un capitán, un sargento y seis soldados enfrentados a sus dudas, a sus temores, al deber que hay que cumplir y en el que no ven objeto ni justificación alguna. Los acompañamos entre pastizales, ruinas y lluvia a enfrentarse y a intentar superar una serie de episodios en los que pondrán a prueba sus creencias y en los que expondrán su vida, no sólo en el sentido de arriesgarla, sino de contárnosla, de revelarnos realmente quiénes son.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

La historia desde el lado personal se apoya así en tres ejes: el capitán Miller, y los soldados Ryan y Upham. El primero, interpretado con gran control y un notorio bajo perfil por Tom Hanks, es un oficial dubitativo y silencioso, perplejo ante una guerra incómoda librada en una tierra que no es la suya y en un oficio que se le antoja ajeno y absurdo. Lejos del arquetipo del hombre con las palabras “deber” y “patria” clavadas en la frente, la actitud del capitán Miller es mucho más reflexiva y pragmática: ya que están allá, pues entonces hay que resignarse a hacer las cosas bien. En un momento dado se confiesa ante nosotros y revela -no sin cierta pena- que en su pueblo de origen es un profesor de inglés, y no nos extraña: sus soldados de alguna forma han sido sus alumnos -y varias lecciones ha podido enseñarles-, aunque no lo hayan sido tanto dentro de la ortodoxia castrense, por lo menos sí lo han sido de humanidad y respeto. Verlo llorar ante la muerte de sus hombres, observar el inocultable temblor de sus manos ante una situación peligrosa, su determinación ante lo que considera justo y su inmolación final hacen de este personaje uno de los más complejos y mejor estructurados de la filmografía de Steven Spielberg, que se caracteriza exactamente por todo lo opuesto: personajes planos, unidimensionales, apenas bosquejados como los protagonistas de Amistad (1997) y en muchas ocasiones caricaturizados para servir de telón de fondo a los efectos especiales.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

El soldado Ryan (Matt Damon) representa al puñado de idealistas que llegaron a la guerra con un compromiso patriótico que no entiende otras razones y que ponen por encima de cualquier lazo afectivo o familiar. No es por esto tampoco un personaje irreal -las ideologías se nutren de hombres como éstos- pero desde una óptica “civil” sus actos de alguna forma subvierten cierta lógica -aquélla que dice que es mejor estar seguro en casa y no en el frente de batalla. Además éste es el típico soldado que el cine de guerra ha convertido ya en un estereotipo y que ha ayudado a fortalecer el mito de la invencibilidad -e insensibilidad militar, tan absurdo como arcaico. Para comprobarnos que su búsqueda no es propiamente el objetivo del filme, Spielberg despoja su aparición de cualquier tipo de adorno estilístico: es encontrado casi por azar, sin ningún afeite heroico, sin ninguna introducción marcial con la música de John Williams; tampoco la aporreada patrulla que lo encuentra parece conmovida un ápice por el hecho. Hay más el alivio de saber que por lo menos ya van a poder regresar a su base.

Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)

A un miembro de esa patrulla dedica Spielberg una muy buena parte de la historia: se trata del soldado Upham (Jeremy Davies), reclutado por su capacidad de hablar francés y alemán antes que por sus cualidades como combatiente, de las que carece por completo. Este tipo de personajes -manido cliché en las películas de guerra- son objetos de innumerables burlas a lo largo de los filmes para luego morir rápidamente o en el mejor de los casos, transformarse por milagrosos designios en el mejor tirador o en el más hábil y arriesgado de los soldados. Nada de eso ocurre aquí y, poniéndose del lado de un personaje del que parece haberse sentido cerca, Spielberg logra el retrato de un hombre que no sólo está éticamente impedido para matar a alguien a sangre fría, sino que además es incapaz, por físico temor, de hacerlo. Humillado por su propia incompetencia y cobardía, Upham no es tampoco un ser ficticio, pues para muchísimas personas la guerra tuvo que haber sido un suplicio interior con el que no había modo alguno de conciliar: chocaba de frente con sus valores, con su sentido de humanidad, con la idea que tenían de la justicia. Aterrado ante los vejámenes que contempla, Upham incapaz tampoco de contagiarse, se sume más y más en la confusión. La película se detiene en este hombre, nos deja mirarlo y compartir la angustia del terrible duelo moral que se vivía en su interior. Al final su acto de valor es ante todo una jugada del azar, irrepetible y única. Nada de falsas metamorfosis: para ese hombre la guerra se luchaba en más frentes de los perceptibles a simple vista.

Sumada a la rica descripción de sus personajes, Rescatando al soldado Ryan se une a la tradición de películas que exaltan la derrota. No es por esto un filme pesimista, sino que toma el riesgo de ser fiel a lo que en condiciones reales se hubiera producido y no a lo que estamos acostumbrados a ver en el cine: soluciones inauditas de último minuto, rescates imposibles, resurrecciones de los que creíamos ya muertos. Su planteamiento recuerda y evoca una bellísima cinta de Edward Zwick, Tiempos de gloria (Glory, 1989) donde la derrota de sus protagonistas fue a la vez su triunfo y su redención. Spielberg ha apostado a algo similar, sabiendo que se exponía a que el público le diera la espalda a un filme que no concluye con un típico final feliz, pero creo que el albur se justifica si pensamos que de otra forma la película hubiera traicionado un discurso narrativo de cuyo tono pudimos enterarnos -y sufrir- desde los primeros minutos.

Rodaje de Rescatando al soldado Ryan

El padecimiento y la muerte de los protagonistas del filme tampoco ocurre de manera forzada o buscando impresionar al espectador: son muertes que aceptamos como propias de los hechos que presenciamos, como consecuencias que hay que asumir cuando portamos un arma entre las manos. Por eso el mensaje de la película como declaración antibelicista es claro: la guerra sólo trae dolor, rabia, odio, más violencia y muerte; no hay ganadores, todos pierden. Y eso nos lo dice Spielberg con claridad y firmeza, tal como lo mostró en La lista de Schindler. Sin embargo, el director no resistió las ganas de terminar con un final acaramelado, lacrimoso y patriótico que nada le aporta a esta película y que le resta grandeza. Son las contradicciones de un autor que oscila todavía entre sus compromisos comerciales y el riesgo creativo que tanto temor le da asumir, y que sólo en pocas ocasiones logra sacar a flote. Es más, en la última parte de la película, cuando los soldados se enfrentan a los tanques, podemos casi recordar alguna escena de Jurassic Park: los hombres empequeñecidos enfrentando a una bestia que los supera en tamaño y fuerza, y que ahora es metálica, pero que se comporta como un dinosaurio más.

Pero el balance final es más que positivo. Rescatando al soldado Ryan no alcanza a ser una obra maestra, pero es, ante todo, una mirada sensible, valiente y muy dura sobre un tema inagotable y todavía vigente, traído a nosotros con impecable factura, dignidad y gran oficio narrativo por un hombre cuyo talento como auténtico director sólo es superado por sus abrumadores ingresos como empresario. Y créanme, eso pesa.

Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 48 (Medellín, vol. 9, 1998), págs. 62-65
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1998

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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