Federico Fellini, geografía particular

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Es de noche. Caminan por la calle desierta brazo con brazo. Se mueven de lado a lado, bailando y cantando, despreocupados y optimistas. Han sido consentidos, tolerados, echados a perder. Son jóvenes, están llenos de ilusiones, de ganas en el cuerpo, de sueños por cumplir. Uno de ellos es robusto y en su rostro creemos ver a Federico Fellini. Pero no, es su hermano menor, Riccardo. Pero es como si lo fuera, pues si Fellini estuviera allí, cantaría y bailaría junto a sus amigos de juventud en Rímini, sin temor a despertar a los vecinos, sin miedo a importunar a los que a esa hora duermen tras una dura jornada. No, no está allí, en el mundo agridulce de I vitelloni (1953), por lo menos no de cuerpo presente. Otra cosa es su espíritu, maestro de ceremonias de todo su cine, regidor absoluto del mundo de fantasía que este director italiano creó a partir de sus recuerdos, de su juventud provinciana, de su sentido estético a prueba de ridículo y de censores. Juguetón y sibarita, su filmografía está cerca del goce lúdico y del disfrute sensorial.

I vitelloni (1953)

I vitelloni (1953)

No hubo otro director tan personal como él, tan dispuesto a poner frente a las cámaras sus fantasías, sueños y obsesiones, sin temor a la incomprensión y al fracaso en la taquilla. La religión, el sexo, el fascismo, las máscaras sociales, la salvación, la redención y la gloria adquieren en su cine una dimensión provocativamente personal. Fellini juega con estos temas, los retuerce sobre sí mismos, y nos entrega una visión que -por momentos- parece hecha sólo para su propio regocijo.

Sin embargo, sus películas adquieren dimensión universal y se convierten en patrimonio de todos los que han (hemos) caído bajo su hechizo alegre, rebosante de mujeres opulentas y de la alegría sin límites de un payaso. De ese clown magnífico que en vida se llamó Federico Fellini.

Todos los caminos conducen a Rímini
Áriminium era el nombre que el pueblo tenía en los tiempos de los emperadores romanos y de allí, se dice, partía la Via Emilia. En la época medieval, la familia Malatesta fue ama y señora durante dos siglos, pero cuando Federico Fellini nació, el 20 de enero de 1920, Rímini era un pueblo de menos de cincuenta mil habitantes, un discreto balneario en la costa del Adriático, en la Romaña, al sur de Venecia. Hijo mayor de Urbano e Ida, una pareja enamorada que huyó para casarse, Fellini creció sin apuros económicos en medio de una familia dedicada a los negocios. Urbano tenía la representación de varias empresas comerciales, lo que lo obligaba a pasar mucho tiempo en correrías, de ahí que el mando en el hogar lo ejercía Ida, convencida de que debía ofrecer la mejor y más católica educación a sus hijos.

Federico estudió dos años en una escuela dirigida por las hermanas de San Vicente y tres años en la escuela eclesiástica de Fano, para luego ingresar a la secundaria de Rímini, donde se destacó como dibujante y caricaturista. La época escolar, con sus descubrimientos, pasos en falso, amores y aventuras traviesas quedaría reflejada, a mitad de camino entre el recuerdo, la nostalgia y la invención, en Amarcord (1976), una de las obras maestras que hizo ya en la madurez.

Una fotografía de juventud de Federico Fellini

Una fotografía de juventud de Federico Fellini

A muy temprana edad descubrió el cine, cuando su padre lo llevó a una de las funciones del teatro Fulgor. “En ese ambiente un tanto opiáceo, recuerdo las imágenes amarillentas de la pantalla, de una multitud de gente en el infierno, de sacerdotes en una amplia habitación con bancos de madera, de iglesias”, recordaba. Al Fulgor volvería una y otra vez, en compañía de sus amigos, pues su talento como dibujante le dio la posibilidad de entrar gratis a cine, y hacer caricaturas de los actores y actrices cuyas fotos veía exhibidas en las marquesinas. Algunos de esos dibujos interesaron a la revista 420, una publicación humorística elaborada en Florencia y hasta allá llegó Federico a trabajar como periodista en ciernes durante unos meses en 1937. Fue breve su estadía, pues la idea era radicarse en Roma para estudiar leyes, una idea imbuida por su padre y que él aceptó a regañadientes. Al parecer, y pese a sus promesas, nunca asistió a clases.

Federico en la ciudad
En Roma la bohemia era su estilo de vida. Se ganaba la vida pobremente haciendo cualquier tipo de trabajo, pero -sobre todo- dibujando gente en los cafés y en los bares, decorando vitrinas de almacenes y colaborando esporádicamente en periódicos como Il Piccolo o Il Popolo di Roma y con revistas como Marc’Aurelio, donde al final consiguió empleo en la redacción, haciendo las veces de escritor y dibujante. Sus desventuras de esa época quedarían plasmadas en un guión nunca rodado, Moraldo en la ciudad, que se entiende como la continuación del relato que quedaría abierto en I vitelloni.

Una breve participación suya como columnista en la revista Cinemagazzino le permitió conocer el mundillo fílmico de la ciudad, entre ellos a Toto, a Anna Magnani y al popular actor de variedades Aldo Fabrizi, para quien escribiría monólogos humorísticos. Una gran amistad se formaría entre ambos, lo que le serviría a Fellini para debutar como escritor de argumentos en el cine, vinculándose lentamente a un grupo donde literatos de la talla de Cesare Zavattini y Vitaliano Brancati marcaban el rumbo de este oficio. En las oficinas de Marc’Aurelio conocería además a Ennio Flaiano, un escritor oriundo de Pescara que resultaría fundamental en el desarrollo de su carrera.

Fellini en su juventud en Roma

Fellini en su juventud en Roma

Pero antes llegaría la guerra. Ideando cualquier tipo de disculpa para evitar ser reclutado, Fellini presenció desde las instalaciones de la revista la locura fascista, y fue testigo de cómo poco a poco la publicación se convertía en un instrumento de propaganda para el régimen. Ante lo complejo de la situación, renunció a su cargo, esperanzado en sobrevivir escribiendo guiones para cine y para la radio. Para este último medio hizo una serie sobre una pareja de recién casados, Cico y Pallina. La heroína de su seriado era interpretada por una joven nacida en San Giorgio di Piano y miembro de un grupo de teatro universitario, Giulietta Masina. Se conocieron en junio de 1943, en un tórrido período de convulsión política del país, durante el cual no había certeza alguna de lo que podía pasar con el futuro de la Italia ocupada por los nazis. Pese al pesimismo y la incertidumbre del momento, se enamoraron perdidamente y se casaron en octubre de ese mismo año.

Tras la liberación, Roberto Rossellini busca a Fellini, interesado en que éste le proponga a su amigo Aldo Fabrizi protagonizar un breve proyecto documental sobre la vida de un sacerdote romano fusilado por los alemanes, tema sugerido por Sergio Amidei, un escritor comunista al que Rossellini brindó asilo durante la ocupación. Conociendo la experiencia de Fellini como escritor, le propuso además colaborar con Amidei en la redacción del argumento de lo que inicialmente iban a ser dos filmes cortos y que terminaría convertido en Roma, ciudad abierta (1945), inicio y cumbre del neorrealismo italiano. “Rossellini fue el hombre cuyo ejemplo y personalidad constituyeron mi primera inspiración, mi primer conocimiento de que el cine era el medio expresivo que mejor se adaptaba a mi modo de ser. En ese sentido, me dio algo fundamental. Mi encuentro con él me orientó por un camino, y no por otro cualquiera”, recordaba Federico. Tras superar los avatares de la producción y con la llegada del reconocimiento unánime de espectadores y crítica, Rossellini y Fellini unieron de nuevo fuerzas para realizar Paisà (1946), un filme episódico sobre los últimos días de la ocupación y sobre el choque cultural que representaron las fuerzas liberadoras norteamericanas en el país. Además del guión, Fellini tuvo una participación más activa en el rodaje, llegando a dirigir parte de la película. Luego de Paisà, redefinió su credo artístico: “Mirar la realidad con un ojo honesto, pero cualquier clase de realidad, no sólo la social, sino también la espiritual y la metafísica, cualquier cosa que el hombre tenga adentro”.

Roberto Rossellini (izq.) y Fellini (der). durante la época del rodaje Paisà (1946). Los acompaña un monje franciscano.

Roberto Rossellini (izq.) y Fellini (der). durante la época del rodaje Paisà (1946). Los acompaña un monje franciscano.

Mientras tanto, su labor como argumentista continuaba a las órdenes de Lux Film. Es allí donde conoce al abogado y dramaturgo Tullio Pinelli, quien trabajaba en la escritura de guiones para Alberto Lattuada. Ambos empiezan a funcionar en tándem, compartiendo ideas y coescribiendo guiones de todos los calibres. Escriben para Lattuada, para Pietro Germi, para Duilio Coletti, para Rossellini. Escriben y escriben, y un día surge Luci del varietà (1950), proyecto con el que Lattuada ve la oportunidad de independizarse y producir por su cuenta el filme, proponiéndole a Fellini que sea además el codirector y Giulietta una de las actrices. Ennio Flaiano aportaría ideas al argumento y Otello Martelli se encargaría de la fotografía. El espíritu de libertad creativa que rodearía a la primera película de Fellini se vería arruinado por los sobrecostos del rodaje y por la torpeza de la distribución del filme, lo que llevaría a la ruina a la naciente empresa.

Un encargo de Carlo Ponti para escribir el guión del que -se suponía- sería el primer largometraje de Michelangelo Antonioni entretuvo a Fellini y a Pinelli, y los hizo olvidar momentáneamente su descalabro económico. La idea era centrarse en el mundo ficticio que planteaban las fotonovelas y casi de la nada sacaron El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), guión que disgustó a Antonioni y que tampoco interesó a Ponti. Fellini, viendo que podía llegar a dirigirlo él mismo, decidió buscarle productor al argumento y lo encontró en Luigi Rovere. Para el papel protagónico Fellini insistió en vincular a Alberto Sordi, un actor que había conocido antes de la guerra, y que era muy impopular entre los productores. Entre octubre y diciembre de 1951 se realizó el rodaje de su primera película como director autónomo.

El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952)

El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952)

El jeque blanco es una hermosa amalgama de sensaciones, promesas y anticipos de lo que iba a ser su cine futuro. Allí está ya, algo tímido e inseguro, pero sabedor de lo que era capaz de lograr con su mezcla de ingenuidad e ironía. La historia de una recién casada provinciana que abandona a su marido, en plena luna de miel en Roma, para ir en busca del personaje de una fotonovela es algo tan fellinesco como entrañable. Tanto como la partitura que Nino Rota -un compositor que Federico conoció durante sus días en Lux Film- escribiera para ésta, la primera de una colaboración entre ambos que se hizo simbiótica. Al ver la cinta, un conmovido Rossellini no pudo decir más que “me encontré presa de un millar de sentimientos, porque vi en la pantalla a Fellini tal como lo había conocido íntimamente durante muchos años. Me sentí viejo y sacudido, porque él parecía muy joven”. La película fue excluida a última hora de la selección italiana para Cannes, pero se exhibió en Venecia, con muy malos comentarios de la crítica especializada. Tras un paso breve y desafortunado por las carteleras de Roma y Milán, fue retirada y de nuevo las pérdidas económicas golpearon a nuestros ilusionados artistas.

Los “terneros” de provincia
Pero no dieron marcha atrás. Ante Luigi Rovere presentan un argumento de lo que más tarde sería La strada (1954), pero ante el desánimo de éste, encuentran en Lorenzo Pegoraro la figura de un productor más ambicioso. Pegoraro tampoco estaba muy seducido por el proyecto, y Fellini, Pinelli y Flaiano optan entonces por escribir una crónica de su juventud en provincia, de lo que era ser un joven vitelloni (“ternero”) inexperto, desocupado y pueril. Con financiación florentina y francesa, I vitelloni se rodó en Viterbo, con un reparto muy poco atractivo para los asustados productores y que incluía otra vez al “matataquillas” Alberto Sordi, a Franco Fabrizi y a Riccardo, el hermano menor de Federico. El filme es el relato de unos amigos que han crecido juntos y que están al borde de separarse por diversos motivos. La añoranza de Rímini aflora en cada fotograma de celuloide, pero Fellini siempre negó que se tratara de una pieza autobiográfica. La película obtuvo el León de Plata en Venecia en 1953 y fue un éxito en Italia y Francia, pese a que por poco no encuentran a un distribuidor dispuesto a exhibirla. Por ese motivo casi coincide su estreno con el de L’ amore in città (1953), un filme colectivo en el que Fellini, convocado por Cesare Zavattini, dirigió uno de los segmentos, Una agencia matrimonial (Un’agenzia matrimoniale). Dino Risi, Lattuada y Antonioni eran los otros participantes del proyecto, que pretendía una visión neorrealista, casi periodística, de los relatos que cada director desarrollaba.

Federico y Giulietta Masina durante el rodaje de La Strada (1954)

Federico y Giulietta Masina durante el rodaje de La Strada (1954)

Con el triunfo de I vitelloni se antojaba lógico retomar el proyecto de La strada, pero el productor Pegoraro no estaba de acuerdo con que Giulietta Masina fuera Gelsomina, la protagonista del filme, y les sugirió más bien expandir el tema de los vitelloni. De ahí surgió el guión de Moraldo en la ciudad, que sin embargo no llegó a filmarse por la insistencia de Fellini de llevar a cabo La strada, que ya llevaba dos años archivada. Tras conocer casualmente a Anthony Quinn, Fellini quedó convencido de que ése era el actor preciso para interpretar a Zampanò, el hombre fuerte que recorre los caminos italianos con su espectáculo circense y con Gelsomina a cuestas. Carlo Ponti y Dino de Laurentiis se mostraron interesados en financiar la película, siempre y cuando la pareja protagónica fuera Silvana Mangano y Burt Lancaster, mucho más atractivos para el público que los nombres que Fellini proponía. Al final se impondría el gusto del director.

En diciembre de 1953 se inició la filmación, algo accidentada, de una de las películas más importantes de Federico Fellini. Giulietta se luxó un tobillo, Quinn tuvo que marcharse a cumplir con el rodaje de Atila (1954), y el presupuesto amenazó siempre con impedir que La strada pudiera culminar. Pero lo que los espectadores del Festival de Venecia vieron el 11 de septiembre de 1954 fue una obra como pocas ha conocido el cine. El León de Plata que la película obtuvo no le hace honor al sortilegio que este filme emana, mezcla de misticismo, humanidad y calidez. Una improbable pareja recorre los caminos de un país destartalado, haciendo un espectáculo de circo ambulante. Él es un hombre brutal, ella una mujer un poco loca, ingenua como una niña, alegre como un mediodía. Los dos se necesitan, se rechazan, se hacen daño. Él es Zampanò, el que rompe cadenas con el pecho, ella es Gelsomina la que toca en la trompeta una melodía que sólo Nino Rota podía componer. Ellos constituyen el universo de La strada, la redención, la humanidad y la vida hechas de celuloide.

Federico, Giulietta Masina y Dino de Laurentiis con los premios Oscar de La Strada (1954)

Federico, Giulietta Masina y Dino de Laurentiis con los premios Oscar de La Strada (1954)

Los incontables honores y premios que el filme consiguió (incluido el Oscar de Hollywood) fueron justa recompensa para una obra magnífica que, sin embargo, fue en su momento centro de una polémica sobre el ocaso de los postulados neorrealistas, azuzada desde la crítica izquierdista, que veía en La strada signos claros del “individualismo burgués”. Fellini defendió ardientemente su película, que se aleja definitivamente de los cánones neorrealistas para salir en busca de la poesía y del universo propio de cada ser. No por nada Fellini la consideraba “el catálogo completo de mi mundo mitológico entero”. El triunfo de la cinta aceleró la realización de su siguiente obra, Il bidone (1955) -producido por Goffredo Lombardo para Titanus Films-, un retrato excesivamente amargo y serio acerca de un trío de estafadores que engañan a la gente para robarle su dinero. La gente esperaba una continuación de las aventuras de Gelsomina y recibió con extrañeza el filme cuando se exhibió en Venecia. Lo que no vieron fue una propuesta de redención y salvación tan valiosa como La strada.

Ante el fracaso comercial de Il bidone, Fellini dudó al elegir el tema de su siguiente largometraje, pero decidió retomar a Cabiria, un personaje que había tenido un pequeño papel en El jeque blanco y que Giulietta había interpretado. Junto a Pinelli y Flaiano dio forma a Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957), proyecto que corrió por cuenta de Dino de Laurentiis y que contó con la ayuda de Pier Paolo Pasolini en la elaboración de los diálogos. Giulietta sería de nuevo Cabiria, la endurecida prostituta que en medio de su soledad y desengaño busca a toda costa la felicidad, siempre en los brazos equivocados. La actriz ganaría el premio en Cannes por su interpretación.

Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957)

Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957)

Estrenada comercialmente en Italia en 1957 -luego de una breve pugna con la censura católica-, la película se convirtió en un éxito inmediato. La muerte de su padre ensombrece el ambiente de celebración derivado del triunfo de la cinta y hace que Fellini se reúna con Pinelli para escribir un argumento autobiográfico sobre la muerte de su progenitor, titulado Viaggio con Anita, que tampoco se atrevió a dirigir. Pareciera que al escribir sobre sí mismo sacara de adentro los fantasmas que lo acosan y que ya -pudoroso- no fuera capaz de filmar nada. El “vitelloni” Moraldo, sin embargo, permanecía en su cabeza. Reunió a sus dos coguionistas y les propuso actualizar la historia de ese joven provinciano que un día llegó a Roma y que todavía seguía allí. Lo hicieron periodista en crisis profesional, debatiéndose entre el periodismo serio y comprometido, y el chismorreo de la farándula agolpada alrededor de la Via Veneto. Escribía Flaiano en su diario (junio de 1958) que “Fellini quiere hacer que el filme sea un esbozo de la sociedad de los cafés, que fluctúa entre el erotismo, la alienación y el aburrimiento… y la buena vida. El título del filme será La dolce vita, y todavía no hemos escrito una sola línea. Uno de nuestros exteriores será decididamente la Via Veneto y, sí, nuestro destino será el mar”.

La dulzura de la vida
Mastroianni, compañero de Giulietta desde los tiempos de teatro universitario, interpretaría a ese Moraldo ya mayor, ahora llamado Marcello. Rodeado de fotógrafos -Paparazzo es el providencial y clarividente nombre de uno de ellos-, la vida de este hombre es la del cine, las starlets en vacaciones y los príncipes en decadencia que transitan por Roma. Tomando elementos de sus guiones no filmados, Fellini va dando cuerpo a La dolce vita (1960). Sobre el rodaje, recordaba Mastroianni en su libro de memorias Sí, ya me acuerdo… que “quizá fue el período más hermoso no sólo de mi vida de actor sino también de mi vida de hombre. Sobre aquella gran balsa, dando bandazos de un lado a otro, siempre inmersos en un clima tan festivo; porque con Fellini no había momentos de dramatismo, aparte de alguno que otro problema por falta de dinero o de algo que no llegaba a tiempo para rodar una escena. Para él, hacer cine siempre fue un juego, una fiesta, una fiesta continua”. La filmación se inició el 16 de marzo de 1959, luego de un largo proceso que incluyó cambiar de productor: tras una fuerte discusión con De Laurentiis, Fellini escuchó ofertas y firmó contrato con el acaudalado Angelo Rizzoli. Al reparto se incorporarían la muy voluptuosa Anita Ekberg, Anouk Aimée y Lex Barker. El rodaje concluyó a finales de agosto de ese año, tras un arduo trabajo de exteriores, escenografía y vestuario, estas últimas labores encomendadas a Piero Gherardi, quien lo acompañaba desde Las noches de Cabiria.

Marcello Mastroianni y Fellini durante el rodaje de La dolce vita (1960)

Marcello Mastroianni y Fellini durante el rodaje de La dolce vita (1960)

Originalisima, episódica y laberíntica, La dolce vita es una representación alucinatoria de la vida moderna, en lo que se empezó a conocer a partir de este momento como atmósfera “fellinesca”, una atmósfera en que se explota la idea de Roma como un lugar de sexo y decadencia. La bondad y pureza de los personajes de sus películas previas ya no existen aquí, han sido reemplazadas por una visión irónica, indudablemente autobiográfica, de un estado de ebriedad social que echó por tierra la imagen del ser y el obrar italianos que el neorrealismo había exaltado. Fellini, conmovido por sus personajes, les aporta una vitalidad, una calidez y una humanidad que le impide ser tan crítico y ejemplarizante como cierta parte de la sociedad hubiera querido.

Desde el momento de su estreno en Milán, el 5 de febrero de 1960, La dolce vita desencadenó una enorme polémica social y religiosa, y hasta fue prohibida por el Centro Cinematográfico Católico. El milagro económico italiano de la postguerra se retrataba -según los detractores de Fellini- como algo vacuo, superficial y materialista, lo que le hacía daño a una imagen que Italia se preocupaba por cultivar. La crítica empezó además a buscarle símbolos por todos los costados, vinculando las siete secuencias en que se divide la película con el libro del Apocalipsis y con La divina comedia. “Si La dolce vita tiene un significado, surgió por sí mismo; yo no lo busqué”, aclaraba el director. A pesar de la tormenta -o debido a ella- la película se trajo a casa la Palma de Oro del Festival de Cannes.

Anita Ekberg y Fellini durante el rodaje de Las tentaciones del doctor Antonio (1962)

Anita Ekberg y Fellini durante el rodaje de Las tentaciones del doctor Antonio (1962)

Mientras se embarcaba en otro macroproyecto, Fellini participó en un filme colectivo propuesto por Carlo Ponti, Boccaccio 70 (1962), que intentaba -mediante cuentos modernos- captar la esencia irónica de Giovanni Boccaccio. Junto a Fellini participaron Mario Monicelli, Vittorio de Sica y Luchino Visconti, en el que sería su primer filme a color. Con Pinelli y Flaiano crea el guión de Las tentaciones del doctor Antonio (Le tentazioni del dottor Antonio), graciosa sátira contra el espíritu de censura católico que gravitaba sobre toda la sociedad y que había hecho blanco de sus ataques a sus filmes. El circunspecto doctor Antonio sufre en carne propia la venganza de uno de los anuncios publicitarios que ha criticado y censurado. Anita Ekberg interpretó a la modelo que se sale de una valla y va en busca de su asombrado persecutor. El público acogió con deleite el episodio, pero los críticos censuraron apartes del filme, abochornados por la rotunda y láctea carnalidad de la Ekberg.

Ya van siete películas y media…
Desde mediados de 1960 y a lo largo del año siguiente, Fellini fue dando lenta forma a su siguiente película, una idea vaga acerca de un hombre que hace un alto en el camino para evaluar su existencia. Conversó con Flaiano, conversó con Pinelli, se reunió con Brunello Rondi -un escritor que había colaborado en la redacción de sus últimos dos filmes-, pero no logró concretar nada. Todo giraba alrededor de algo vital pero confuso, de una imposibilidad para avanzar que mezclaba aburrimiento y falta de voluntad. “Sentí que necesitaba encontrar las respuestas de incontables preguntas. Y fue entonces cuando la idea echó raíces. Realicé un viaje al yo interior. Sería una reunión de sueños, recuerdos, sentimientos olvidados, vagas dudas y una especie de eterna interrogación en busca del conocimiento y aceptación del yo”, contaba el director.

El tiempo pasaba y el proyecto permanecía a la deriva, mientras las expectativas de la prensa y del productor Rizzoli iban en aumento. Con un bloqueo creativo enorme y a punto de renunciar definitivamente al filme, Fellini advierte que puede utilizar la situación que vive como punto de partida. “Contaría con exactitud lo que me sucedía. Lo convertiría en el filme de un director que ya no sabía qué quería hacer”. Nacía 8 ½.

Fellini bromea con Claudia Cardinale durante el rodaje de 8 1/2 (1963)

Fellini bromea con Claudia Cardinale durante el rodaje de 8 1/2 (1963)

Mastroianni sería Guido Anselmi, un atribulado director de cine que no sabe qué filmar a continuación y busca reposo y consuelo en unas termas medicinales. Pero hasta allá lo acompañan el tráfago de su trabajo, las presiones de los productores, las exigencias de los actores, los reclamos de su esposa y de su amante. Su único escape son la fantasía, los recuerdos de infancia, los sueños, las ideas para su filme autobiográfico futuro. Las secuencias donde se mezclan cada uno de estos elementos se suceden sin solución de continuidad, en un flujo perfecto de imágenes que funciona como un juego metacinematográfico logradísimo. Influenciado por las ideas de Carl Jung, de quien era un ferviente seguidor, Fellini explora la personalidad del hombre extrovertido, desnudándolo en sus carencias, inseguridades e infantilismo. 8 ½ se estrenó en Roma y Milán a finales de febrero de 1963. Al año siguiente la película obtendría el Oscar. Escribía Francois Truffaut en 1963 en un articulo recogido en su libro Las películas de mi vida que “directores que han actuado, o actores que han ido mucho al circo, directores que han escrito guiones o que saben como construir un set, siempre tienen algo extra que ofrecer. Fellini ha sido actor, guionista, aficionado al circo, diseñador. Su película es tan completa, tan simple, tan hermosa y tan honesta como la que Guido, en 8 ½, quiere hacer”.

Fellini y su alter ego Mastroianni en una pausa del rodaje de 8 1/2 (1963)

Fellini y su alter ego Mastroianni en una pausa del rodaje de 8 1/2 (1963)

Las interpretaciones de los críticos abundaron, diseccionando el filme en todos los sentidos. Fellini contribuyó al caos lanzando declaraciones y teorías -a veces contradictorias- en cada entrevista que hacía. El misterio de 8 ½ se negaba a ser aferrado y su autor disfrutaba con eso. Es en esa época cuando empieza a interesarse en lo sobrenatural, en el ocultismo, la magia, la parapsicología, los médiums y la quiromancia, cosas que estimulaban su imaginación y le permitían expandir sus horizontes más allá de lo concreto, tal como lo hizo manifiesto en su siguiente filme, Julieta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965), un vehículo para el lucimiento de su esposa, desplazada en sus últimas películas por otros actores, y al parecer víctima de las infidelidades de su marido. El filme representó su ruptura con Ennio Flaiano, cansado de ser invariablemente uno de los colaboradores secundarios de Fellini. Ya su obra literaria y teatral brillaba por cuenta propia y las permanentes discusiones entre ambos eran reflejo de una relación desgastada y agonizante. Algo similar ocurría con Fellini y Giulietta, y las disputas en el plató no fueron pocas. Ella representaba a una mujer madura que daba rienda suelta a su fantasía, como un antídoto a la soledad derivada del engaño de su esposo y de sus intenciones de abandonarla. La película alejaba a Fellini de sus temas usuales, al parecer ya para siempre, tal como lo expresó Pinelli: “Fue el comienzo de una nueva fase para él. No le preocupaban tanto los sentimientos humanos, sino las imágenes”.

Su prurito por encontrar rostros que le dieran vigor expresivo a su cine se convirtió en obsesión. Buscaba y exploraba fotos hasta dar con la barbilla soñada, con las cejas ideales, con los pómulos perfectos. El canon estético lo determinaba él, exclusivamente. De esta forma, Julieta de los espíritus se llenó de color, de disfraces, efectos, espectros y apariciones desbordadas. A su universo personal le quedaban ya estrechos los márgenes del cine.

Universo absurdo
Separado de Rizzoli, volvió a Dino de Laurentiis para filmar de nuevo con él. Las dificultades llegaron primero. El viaje de G. Mastorna fue el título tentativo de un filme que nunca llegaría a realizarse, pero que tuvo ocupado y enfermo a Fellini desde mediados de 1966 hasta el año siguiente. Problemas con el productor, problemas con el reparto, deudas, reclamos, presiones y tardanzas lo llevaron a enfermarse de algo no muy claro -posiblemente psicosomático-, pero que mantuvo en vilo a todos los cinéfilos del orbe. Convaleciente, sacó tiempo para escribir Mi Rímini, un hermoso ensayo sobre sus recuerdos de infancia, y para releer El satiricón, obra cuyas intenciones satíricas le interesaba explorar en la pantalla. Entra en escena el productor Alberto Grimaldi, dispuesto a filmar con Fellini y a cubrir las deudas que éste había adquirido con De Laurentiis. Primero participó en otro filme colectivo de origen francés, Tre passi nel delirio (1968), con el episodio Toby Dammit, versión libre de un cuento de Edgar Allan Poe, que adaptó junto al escritor Bernardino Zapponi -quien se convertiría en su nuevo coguionista- y que protagonizó el británico Terence Stamp. En la filmación de este segmento se vinculó a su equipo de trabajo el cinematografista Giuseppe Rotunno, quien lo acompañará en el tramo final de su carrera.

Junto a Donyale Luna en el plató de El satiricón (1969)

Junto a Donyale Luna en el rodaje de El satiricón (1969)

Con Zapponi estudió la época de Nerón para captar el ambiente ideal para El satiricón (Fellini satyricon, 1969) y entre ambos escribieron un extenso guión, alegórico y episódico, que interpretaron actores prácticamente desconocidos, pues ya en ese momento la auténtica estrella de sus filmes era él mismo. El libro de Petronio fue apenas un pretexto para una reflexión pesimista, fría y cruda sobre la Roma decadente de los emperadores y sus afinidades con el mundo actual. Con su meticulosa reconstrucción de escenarios, con los elaborados vestuarios, maquillaje y peinados, el filme costó cerca de cuatro millones de dólares. Estrenado en el Festival de Venecia, obtuvo una crítica hasta cierto punto benévola, considerando el tono fantasmagórico y barroco del largometraje. La recepción de El satiricón en el exterior fue menos alegre y muchos vieron signos evidentes del ocaso de su autor.

Tras fracasar un proyecto conjunto con Ingmar Bergman, Fellini oye una propuesta de la RAI y decide hacer una suerte de falso documental, Los payasos (I clowns, 1970), mirada evocadora a uno de los temas que más le apasionaban desde su infancia. Llena de remembranzas, anécdotas y momentos de humor, Los payasos se estrenó en la televisión italiana en un momento en el que los excesos formales de su creador eran observados con menos paciencia. Tras discutir con el productor Grimaldi, que no está de acuerdo con ninguna de las ideas que Fellini le propone, rompen relaciones.

Roma (Fellini Roma, 1972)

El momento no podía ser más inoportuno. Encontrar financiación en esos días no era nada fácil y Fellini se ve obligado a recurrir a una coproducción para poder realizar otro semidocumental, Roma (Fellini Roma, 1972), un recorrido por el tiempo en el que la ciudad siempre es protagonista, pero donde los recuerdos de Fellini cuando llegó a Roma dan el tono y sirven de conveniente catalizador. Absurda por momentos, incluye uno de los desfiles de modas más surrealistas de toda la historia del cine. Ésta no es Roma, ésta es la urbe que Fellini imagina entre sueños. De nuevo la crítica se divide ante la aparición del filme, con epítetos que van desde “entrañable” hasta “vergonzosa”, como la tildó Pauline Kael.

Amarcord: llueven recuerdos
Fellini parecía sentirse a gusto con el barroquismo que exhibía en su cine último, de ahí que sorprenda con la propuesta de Amarcord (1973), proyecto al que se vinculó el productor Franco Cristaldi, quien conseguiría recursos con la Warner para poder realizar este filme, mezcla hermosa de sus recuerdos en Rímini -plasmados en Mi Rímini– con los de sus compañeros de colegio y con la imaginación de Tonino Guerra, el escritor y poeta, a quien llama como guionista. Si uno quisiera hacer un compendio de lo mejor del cine de Fellini en todas las épocas que atravesó como autor, bastaría con ver Amarcord para entender el tamaño de su genio, su capacidad de fabulación, su nostalgia infinita, su humor y su sarcasmo. Y ante todo, su profundo humanismo. En la película transcurre un año en la vida de un pueblo, tal como lo indica el paso de las estaciones. La vida es la protagonista y entonces el filme es coral, repleto de personajes pintorescos que se dirigen a la cámara y recuerdan sucesos y episodios que les han ocurrido, entre candorosos y picarescos. Con esta película cierra un círculo autobiográfico que desarrolló en desorden y que fue trazando el curso de su vida. En orden cronológico estarían su infancia y adolescencia reflejadas en Amarcord y en algunas secuencias de Los payasos y Roma; su juventud sería expuesta en I vitelloni, su adultez en La dolce vita y su madurez como director en 8 ½.

Fellini con algunos de los actores del reparto de Amarcord (1973) durante el rodaje

Fellini con algunos de los actores del reparto de Amarcord (1973) durante el rodaje

Su ritmo no se detenía. Para Rizzoli escribe un guión basado en los escritos de Giovanni Giácomo Casanova, de nuevo con la ayuda de Bernardino Zapponi. Hasta consultó con un espiritista para que lo pusiera en contacto con el espíritu del seductor veneciano, y así acercarse más al esquivo y gélido personaje. Los costos de producción crecieron de manera desaforada y Rizzoli decidió abandonar el proyecto sin empezar a filmar. Alberto Grimaldi entró al rescate, con financiación norteamericana respaldándolo. Se exigió que el guión fuera reescrito por Gore Vidal, pero luego de trabajar con él, Fellini desechó los cambios y utilizó el argumento original, con algo de ayuda de Anthony Burgess. El actor canadiense Donald Sutherland interpretaría a un muy particular Casanova, mezcla del desprecio que Fellini sentía por el personaje y la fabulación extravagante que quería imprimir a su retrato. Los costos alcanzaron los diez millones de dólares, que no recuperaron, ante las malas críticas que Casanova (1976), considerada una mala caricatura, recibió fuera de Italia.

Cada vez le quedaba más complicado encontrar algún productor dispuesto a arriesgar dinero financiando sus películas. Mientras trataba de poner de acuerdo a un grupo de ellos para filmar lo que sería más tarde La ciudad de las mujeres, presentó a la RAI una propuesta para un filme de bajo presupuesto, Ensayo de orquesta (Prova d’ orchestra, 1979), que sería una metáfora de las divisiones políticas y sociales de la Italia de ese momento, basándose en las diferencias que surgen entre un grupo de músicos convocados para el ensayo de una orquesta sinfónica. La compañía francesa Gaumont da luz verde para La ciudad de las mujeres (La citta delle donne, 1981), cuyo inicio de rodaje coincidió con la muerte en 1979 de Nino Rota, su colaborador más permanente y preciado (curiosamente Ennio Flaiano murió el mismo año).

Fellini con Donatella Damiani en el plató de La ciudad de las mujeres (1981)

Fellini con Donatella Damiani en el plató de La ciudad de las mujeres (1981)

Mastroianni volvería a escena para interpretar a Snaporaz -apodo que Fellini le había dado desde La dolce vita-, un hombre que sueña con una sociedad regida por mujeres, y en donde rememora a cada una de las féminas que ha anhelado. Vívidamente surrealista, la película está llena de los excesos formales del director y de una colección enorme y grotesca de retratos femeninos. El corte autorreflexivo del filme hizo que pasara inadvertido y no fuera apreciado ni en Italia ni fuera de ella. Parecía que Fellini pasaba de moda.

El rinoceronte en el barco
Al iniciarse los años ochenta, el afamado director tenía que mendigar pidiendo una ayuda económica para filmar. Pasan meses y meses, ideas van y vienen, proyectos aparecen y se hunden con presteza y, por fin, la RAI, la Gaumont, Cristaldi y el inversionista milanés Aldo Nemni salen a su rescate con el apoyo que necesita para Y la nave va (E la nave va, 1984), obra de encantadora madurez, filmada completamente en estudio. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, un transatlántico lleno de invitados y deudos transporta las cenizas de una diva operática que ha pedido sean arrojadas al mar. Lienzo coral dibujado como un cuadro de costumbres, revela voluntariamente sus artificios desde un primer momento. Estamos ante un mar de celofán, con nubes artificiales, con una luna de papel. Sólo los personajes son reales, miembros privilegiados del universo fellinesco.

Aprovechando el merecido éxito, rápidamente se embarca en la realización de Ginger y Fred (1986), en la que vuelve a trabajar con Tulio Pinelli tras veinte años de separación. Crítica feroz al estado actual de banalización de la televisión, la película narra el reencuentro de una pareja de artistas italianos, Amelia y Pippo (Giulietta y Mastroianni), que en su juventud hacían un espectáculo de baile en el que eran conocidos como Ginger y Fred. Es de anotar que ya para esos días Fellini había condescendido a realizar comerciales para la televisión, como una forma de estar en actividad y de ganar dinero, aun a costa de un medio que despreciaba. Campari, Barilla y la Banca di Roma fueron algunos de los afortunados clientes que Fellini tuvo.

Mastroianni y Giulietta en Ginger y Fred (1986)

Mastroianni y Giulietta en Ginger y Fred (1986)

Muchos años antes, en 1969, Fellini realizó un trabajo semidocumental para la NBC, Apuntes de un director (Blocknotes di un registra), un programa “conversacional”, según sus propias palabras, que sólo fue exhibido en Italia veinte años más tarde. Realizado luego de la catástrofe de El viaje de G. Mastorna, la cámara de Pasquale de Santis se pasea por los platós abandonados de la película que no fue. Luego el director reflexiona sobre sus filmes previos y sus proyectos futuros, haciéndose centro de un documental hecho por él, que termina siendo sobre él mismo. En 1988 realiza para la RAI un proyecto similar, Intervista. Acá Fellini recrea los recuerdos de su primera visita a Cinecittà, se lo ve en los preparativos para el rodaje de una versión fílmica de Amerika de Kafka (que sólo existió para efectos de mostrar cómo se organizan un plató y un equipo para rodar); le acompañamos a mostrarles una secuencia de La dolce vita a sus envejecidos protagonistas, y terminamos involucrados en el rodaje mismo de Intervista. “Esta suerte de conversación cordial con amigos representa el resultado último de mi forma de hacer cine, donde ya no hay una historia o un guión, o incluso un sentimiento, a menos que sea el sentimiento -precisamente- de estar dentro de una especie de creatividad que rechaza todo orden preconcebido”, resumía Fellini su experiencia con este filme.

De nuevo para la RAI y ahora junto al productor Vittorio Cecchi Gori, Fellini dirige el que sería su último filme, La voz de la luna (La voce della luna, 1990), basado vagamente en la primera novela de Ermanno Cavazzoni, Il poema dei lunatici. Se trata de un retorno al pasado, a la vida de provincia según la entienden sus personajes principales, Ivo (Roberto Benigni) y Adolfo (Paolo Villaggio), dos seres con trastornos mentales que, paradójicamente, les permiten ver y oír con más claridad y pureza, en medio de una sociedad moderna altisonante, vulgar y hueca. Utilizando poemas de Leopardi, Fellini traza un paralelo surrealista entre la realidad de los sentidos, y la que la mente y la imaginación nos señalan.

Ruedan los créditos finales
En 1985, mientras hacía Ginger y Fred, había sufrido un ligero colapso circulatorio, signo premonitorio de males por venir. En sus últimos años, Fellini se dedicó a ser parte activa de una lucha fallida por impedir que las películas que se pasaran por televisión fueran interrumpidas por comerciales. De nuevo la pequeña pantalla de Berlusconi lo hacía desesperar. Reducido a la condición de fósil vivo -por las condiciones imperantes en la industria del cine-, Fellini recibió el tributo de la Academia de Hollywood por su obra íntegra en marzo de 1993, honor que dedico a Giulietta. Parecía todo concluido.

El premio Oscar a toda una carrera, 1993

El premio Oscar a toda una carrera, 1993

El tres de agosto sufre un ataque cerebral mientras visitaba Rímini y, tras larga agonía en la que estuvo en coma, falleció en Roma el 31 de octubre, un día después de celebrar el aniversario número cincuenta de su matrimonio. En cámara ardiente en el estudio 5 de Cinecittà, sus funerales de héroe nacional se celebraron, a lágrima viva, en la iglesia de Santa Maria degli Angeli. La música de Nino Rota, escrita para la trompeta de Gelsomina, retumbó por el recinto. Giulietta le acompañaría el 23 de marzo del año siguiente. “Murió de amor”, titularon con razón los periódicos.

¿Qué nos queda? Dos vidas, una dentro y otra fuera de la pantalla, tan unidas que no se sabe dónde empieza una y dónde termina la otra. Y sin embargo, distantes e independientes. Fellini así lo quiso: su obra es tan autobiográfica y a la vez tan inventada que no vale la pena preguntarse qué es real y qué no. “Soy un mentiroso, pero uno honesto. La gente me reprocha por no decir siempre las cosas de la misma manera. Pero esto ocurre porque me he inventado todo desde el principio y me parece aburrido, e injusto con los demás, repetirme a toda hora”. Puede entonces que lo que se ha escrito sobre Fellini, incluido este texto que ya concluye, no sea cierto. Nos quedará siempre el interrogante. Y afortunadamente también su cine. Ése sí, fuera de toda duda.

Publicado originalmente en la Revista El Malpensante No.50 (Bogotá, noviembre-diciembre 2003), págs 32-47. Una versión revisada apareció publicada en el libro “Grandes del cine” (Ed. Universidad de Antioquia, Medellín, 2011), págs. 85-102
©Editorial Universidad de Antioquia, 2011

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Con Giulietta en el rodaje de La Strada (1954)

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Besando a Anita Ekberg en la época de La dolce vita (1960)

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Mejor imposible: Fellini, Mastroianni y Sophia Loren durante la filmación de 8 1/2 (1963)

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Fellini, maestro de maestros...

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