Diagnóstico por imágenes: R.M.N., Cristian Mungiu
A uno de los personajes de R.M.N. (2022), un adulto mayor, le practican precisamente una resonancia magnética nuclear (RMN) cerebral para buscar la causa de sus síntomas, aparentemente de origen neurológico. Al hijo le entregan las imágenes, que él ve en el teléfono móvil. Como este hijo es un carnicero rumano, esas imágenes le dicen muy poco o nada sobre la enfermedad de su padre. No es el hecho de verlas, sino de interpretarlas por un especialista para darles sentido. Pero incluso, el más experimentado radiólogo sería incapaz de hacer un diagnóstico si la enfermedad no es estructural, -o sea física- sino, por ejemplo, mental. Tampoco es capaz de detectar un pensamiento, un sentimiento o, en el caso de esta película, un prejuicio.
En el presskit de R.M.N. distribuido cuando el filme se estrenó en Cannes, el director rumano Cristian Mungiu afirma que “aparentemente, la empatía y otras habilidades sociales se generan en la superficie de la corteza cerebral, mientras que los instintos más animales que ayudaron a los humanos a sobrevivir ocupan el resto del 99% del cerebro”. No hay resonador que detecte la empatía, pero tampoco la xenofobia, el fanatismo o la intolerancia derivadas de los instintos más primarios. La resonancia fracasa, el ser humano también. Solo en la superficie y en la anatomía somos iguales, las corrientes mentales atávicas nos separan, llenándonos de miedo por el otro que desconocemos.
La región de Transilvania en Rumania está repleta de mitos históricos, pero lo que en realidad tiene es una compleja mezcla de etnias que conviven no con cierta resistencia. Están los rumanos locales que se quedaron –hubo y hay un éxodo enorme hacia Europa occidental buscando mejores condiciones laborales- , están los húngaros y sus descendientes, también hay alemanes y gitanos, más apropiadamente conocidos como romaníes. Como se ve, no se trata de un pueblo racialmente puro, sino todo lo contrario. Un pueblo además discriminado cuando se exilian en países como Alemania, Austria o Suiza. Deberían ser tolerantes frente a la diferencia. Pero no. He ahí su tragedia.
R.M.N. se inspira en un hecho real: a principios de 2020 en el pueblo de Ditrău, condado de Harghita, en Rumania, alrededor de 1.800 habitantes de origen húngaro protestaron por la contratación de varios trabajadores de Sri Lanka por la panadería local, pues según ellos, temían que impusieran su cultura, religión y costumbres, considerándolos un peligro para la sociedad. El conflicto que se generó tuvo amplia resonancia en los medios y encendió el debate sobre la inmigración hacia Rumania y la resistencia que esta genera en un país que es un hervidero de razas, algunas de las cuales pretenden la autonomía dentro del mismo territorio rumano.
Mungiu, que también firma el guion, toma el riesgo de convertir a su protagonista en el personaje más antipático imaginable. Se llama Matthias (Marin Grigore) y es un carnicero que trabaja en un frigorífico en Alemania, exiliado allí como tantos compatriotas rumanos. Su regreso a casa es sin gloria, es el retorno del antihéroe forzado por las circunstancias, y que debe volver a un hogar destrozado donde viven su mujer, Ana (Macrina Barladeanu) y el hijo de ambos, Rudi, un niño de ocho años. Matthias había dejado una amante, Csilla (Judith State), que es la gerente de la panadería del pueblo que contrata a los obreros de Sri Lanka, sin que eso sea exactamente un gesto de generosa inclusión: casi no hay fuerza laboral local disponible, el salario es el mínimo y al contratarlos pueden aplicar a unas subvenciones de la Unión Europea. Que ella los trate con empatía y sincero cariño es un gesto personal, no una política empresarial. Matthias y Csilla reanudan su relación pasional (la inverosímil atracción de los polos opuestos) con el telón de fondo del descontento creciente de los pobladores ante la presencia de los inmigrantes negros.
Matthias tiene dificultades con su hijo traumatizado y con su padre enfermo, pero, él no parece en ningún momento conmovido, lo suyo es disfrutar a Csilla y no tomar partido por los inmigrantes. La posición suya parece ser la del indiferente, pero hay en él una violencia enorme, absolutamente machista y tradicionalista, acrecentada por la imposibilidad de conseguir empleo en su propio terruño, ante una mina cerrada, ante una explotación forestal foránea, ante una industria panadera para la que no tiene habilidades. Matthias está tan lleno de resentimientos como sus coetáneos, que son, sin embargo, los que abiertamente expresan su rechazo –de varias formas posibles- ante los inmigrantes de Sri Lanka.
La escena clave de R.M.N. ocurre en el salón comunal, donde el alcalde reúne a los pobladores para que expresen su posición. Da entre risa y asombro el nivel de absurdo que el fanatismo y el miedo provocan entre unas personas que cuando salen de su país son exactamente sometidas a los estereotipos, a la desconfianza y a la discriminación que ellos mismos quieren ahora aplicar, sin que valga para ellos razón, justificación o explicación alguna. Cristian Mungiu rodó esta escena de 17 minutos en una sola toma, sin cortes, dejando que cada uno de los muchos participantes hablara su propio dialecto o idioma, y recurriendo a subtítulos de colores para diferenciar la lengua en la que se expresan (eso no ocurre en la versión que yo vi). Acá lo que sorprende y aterra es ver como el miedo y la xenofobia los domina y los mueve a inventar un enemigo tan imaginario como temible ante sus ojos (esto remite a la escena final del filme que no es tan criptica como parece). Un enemigo que desde su óptica va a acabar con sus valores y costumbres. Son solo diálogos encendidos, pero hay que ver el impacto que tienen en el espectador, que quizá muy seguramente se vea enfrentado a sus propios prejuicios raciales o sociales. La escena es demoledora.
En este filme, Mungiu hace una radiografía (valga la alusión al diagnóstico con imágenes) pesimista de su país, pero esa lectura tan regional tiene una alcance universal y aplica a cada región del mundo a donde llegan extranjeros que necesitan una nueva patria porque la suya está en crisis. Da un poco de vergüenza como humanidad. No es pena ajena: es propia.
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