¿Don o maldición?: Tonya, de Craig Gillespie

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Para una biopic de alguien tan particular como la expatinadora Tonya Harding, el encontrar el tono adecuado de la narración era complicado, pues su historia tiene visos trágicos, abusivos, de denuncia del clasismo, gloria personal y deportiva, e incluso criminales. La solución del guionista Steven Rogers fue arriesgada, pero inteligente y exitosa: relatar todo desde el esperpento. Así, lo que podía haber sido un drama lastimero quedó convertido en una comedia negrísima, lo que permite digerir con más facilidad ciertos aspectos complejos de la dura vida de la deportista, una mujer que –según el filme- sufrió maltrato y abandono desde su niñez, gracias a una madre calculadora y fría (interpretada acá con toda la sorna del caso por Allison Janney) que la desescolarizó con el único propósito de volverla una campeona del patinaje artístico, para quizá derivar una ganancia económica de sus futuros triunfos.

El director australiano Craig Gillespie mezcla formatos, crea falsos testimonios documentales ante la cámara, hace que los personajes le hablen directamente al público, y les quita cualquier asomo de solemnidad, pero sin nunca permitirse el error de burlarse de ellos. Serán “white trash”, pero tienen su dignidad. El resultado es una sensación de cercanía, de complicidad con unos protagonistas llenos de máculas y de fallas, pero que viven como mejor pueden y de la única manera que saben: Gillespie respeta eso. Que nos parezca gracioso o risible no es gracias a los personajes per se, sino al absurdo en que viven, al que contribuye el que sean seres de muy bajo nivel cultural, con familias construidas a retazos y tratando a toda hora de sobrevivir en medio de la marginalidad.

Tonya (I, Tonya, 2017)

Que Tonya tenga un “don” (un “superpoder”, como le dijo su pareja Jeff Gillooly) para patinar es algo inesperado, algo que ella probablemente no tenga los elementos para manejarlo adecuadamente. La película nos evidencia su necesidad de aceptación, reconocimiento y fama, pero también su mala reacción ante el fracaso, su discutible compromiso frente a los sacrificios personales del deporte de alto rendimiento, sus malas decisiones de vida y el asombroso clasismo que rodea al patinaje artístico, que no solo exige talento y enorme destreza físicas, sino un modo de comportarse, vestirse y verse con el que no todas las personas encajan, y menos alguien con unas cicatrices afectivas tan profundas como las que portaba Tonya Harding.

Tonya (I, Tonya, 2017)

Hablando ante la cámara y recordando sus momentos de éxito y luego su caída desde los cielos, la Tonya de Gillespie (interpretada maravillosamente por Margot Robbie) muestra una falta de introspección que es muy consistente con aquellos que carecen de autocrítica, se consideran víctimas y desde su paranoia no reconocen culpabilidad alguna en su proceder: todo es culpa de alguien o de algo, nada es responsabilidad suya. Si algo sale mal siempre habrá alguien a quien endilgarle ese fracaso. Pese al cariño que el director y el guionista mostraron por su personaje protagónico fueron capaces de mostrarla en toda su ambigüedad, complejidad y desparpajo.

Tonya (I, Tonya, 2017)

El talento para patinar fue para Tonya Harding un regalo y una maldición. La convirtió en una estrella, en una figura mediática instantánea, pero también la hizo frágil y torpe frente a la vida real, la volvió carnada fácil para la sed de amor & odio del público norteamericano que la usó y luego la desechó, y en resumen, la hizo una mujer infeliz. Ahora da golpes para sobrevivir: es obvio, quien creció recibiendo patadas solo saber dar puños al aire.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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