Bienaventurados los nostálgicos: Lola, de Jacques Demy
“Las películas de Jacques Demy son poemas sobre el amor y la crueldad y los malentendidos y el deseo y la frustración y la pasión y la tristeza y el olvido”
-Isabel Coixet
En los créditos iniciales de Lola (1961), su director Jacques Demy añade una dedicatoria a Max Ophüls que es una clara declaración de intenciones cinéfilas de su parte. No solo la protagonista se llama Lola, como el personaje central de Lola Montès (1955), el último largometraje de Ophüls, sino que además ambas mujeres están involucradas, cada una a su manera, en el mundo del espectáculo. Además, la estructura circular de la cinta de Demy evoca a otro filme de Ophüls, La ronda (La ronde, 1950). Hay otro personaje homónimo del cine en el que Demy pensó a la hora de bautizar a su heroína, la Lola Lola que interpretó Marlene Dietrich para Josef von Sternberg en El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), que, como esta Lola suya, también trabaja en un cabaret. Demy la viste de manera similar, con unos corsés que también recuerdan los que usa Marilyn Monroe en Río sin retorno (River of No Return, 1954), de Otto Preminger. Y a Marilyn esta Lola hace referencia explícita en un momento dado de la película.
Tan explícita como la mención que otro de los protagonistas de Lola, Roland Cassard, hace de un amigo suyo, Michel Poiccard, “que acabó mal y fue asesinado”. Ya lo sabíamos. Poiccard es el personaje que interpreta Jean-Paul Belmondo en Sin aliento (À bout de soufflé, 1960), de Godard. Este mismo Roland va a un cine a ver una película, Retorno al paraíso (Return to Paradise, 1953), estelarizada por Gary Cooper y Roberta Haynes, que cuenta la historia de un soldado de fortuna norteamericano que llega a la isla de Matareva, en la Polinesia y encuentra allí a una mujer nativa a la que deja en embarazo. Volverá años después para encontrar a su propia hija, Turia, enamorada de un piloto de la fuerza aérea de Estados Unidos. Esa historia circular va a repetirse en Lola. Y, es más, a Lola la deja abandonada un hombre, Michel, que se fue a vivir… a la isla de Matareva.
Jacques Demy quería a la parisina Anouk Aimée para interpretar a su Lola. La actriz venía de ser Maddalena en La dolce vita (1960) de Fellini, pero ella no iba a ser la única que provendría de un filme que Demy admirara: en Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945), de Robert Bresson, la actriz Elina Labourdette interpreta a Agnès, una bailarina de cabaret que se prostituye. Ahora en Lola Elina será Madame Desnoyers, una mujer solitaria en busca de afecto que cría a una hija adolescente, Cécile. La señora Desnoyers y Roland se conocen, y este va a la casa de ambas a regalarles un diccionario que les había prometido. La chica le muestra una foto de su madre joven, vestida como bailarina. En realidad, es una foto de Agnès en Las damas del bosque de Bolonia.
Todo da vueltas en Lola, todo retorna, todo el cine retorna y se evoca aquí. Michel reaparece, y su aspecto y su sombrero evocan al director Jean-Pierre Melville. Michel va en su auto y por poco atropella a unos marineros norteamericanos, que de inmediato nos traen a la cabeza al trio de marinos bailarines de Un día en Nueva York (On the Town, 1949), el musical de Stanley Donen y Gene Kelly que protagonizan el propio Kelly, Frank Sinatra y Jules Munshin. Por cierto, uno de los marineros de Lola, el único que establece una relación con ella, se llama Frankie.
Por eso es que Jacques Demy declaraba que los recuerdos de sus idas y escapadas a cine (desde la adolescencia fue parte del cineclub de Nantes) eran el material que dio origen a Lola. Sus pretensiones para esta película –su primer largometraje después de seis cortometrajes realizados entre 1951 y 1960- eran enormes. Quería hacer una comedia musical fastuosa, titulada “Un pasaje para Johannesburgo”, que iba a ser rodada a color en CinemaScope, con vestuarios muy elaborados y contando con Jean-Louis Trintignant como protagonista masculino. Para esto requería de un presupuesto de 250 millones de francos viejos. Pero el proyecto presentado al productor Georges de Beauregard (quien produjo Sin aliento) solo recibió 45 millones de francos para su desarrollo. Como resultado, Jacques Demy tuvo que reelaborar esa primera versión del guion y descartar el enfoque inicial tan exuberante que le había dado. Eso sí, la cinefilia se quedó. Y no estoy seguro si la nostalgia llegó o se hizo más evidente.
El encuentro más importante que tuvo Delmy a la hora de hacer Lola fue con el compositor Michel Legrand (1932-2019). Aunque estaba planeado que Quincy Jones hiciera la música del filme, Legrand terminaría reemplazándolo, dando inicio así a una amistad y a una colaboración profesional que se prolongaría a lo largo de veintisiete años y nueve películas. La cámara de Raoul Coutard -que ya en esos momentos había hecho la cinematografía de Sin aliento y de Dispárenle a el pianista (Tirez sur le pianiste, 1960)- con su formato panorámico en blanco y negro (Franscope) y sus frecuentes sobreexposiciones, se encargaría de entroncar a Lola con la nouvelle vague francesa. Rodada en Nantes en el verano de 1960, entre el 7 de junio al 17 de julio, la película se estrenaría en Francia el 3 de marzo de 1961.
El relato que nos cuenta Lola transcurre en Nantes entre un jueves y un sábado. Aparentemente trata de dos personajes no relacionados, Lola y Roland, pero en esta película nada es lo que parece. Ella trabaja en el cabaret L´ Eldorado y se prostituye para sostener a su hijo. Roland es un oficinista con un enorme ennui: la vida ha perdido sentido para él. No quiere comprometer su libertad, solo quiere marcharse. En esos dos días Roland va a conocer a una mujer mayor, Madame Desnoyers, y va a reencontrar a Lola, a quien desde la Segunda Guerra Mundial no ve. Esos dos encuentros van a sacudir su perspectiva vital.
El anhelo por lo que no existe ya, por lo que está en el pasado, es lo que mantiene vivos a los personajes de Lola y explica lo que son hoy “-Te pareces mucho a él”- le dice Lola a Frankie. “- ¿A quién? -”, pregunta el. “-Un chico al que ame muchísimo”, le responde ella. Y más tarde cuando tiene una cita con Roland vuelve sobre el mismo tema: “Durante el carnaval, había una feria. Un chico alto apareció. Era alto y rubio, bien construido. Iba vestido como un marinero americano, con un gorro blanco. Era el día que yo cumplía catorce años. Me enamoré locamente de él. Amor a primera vista. Entonces se fue, y no lo volví a ver en años. Pero nunca dejé de pensar en él. Pensaba que me había olvidado, pero un día volvió. Era fiesta. Me llevó al puerto a ver una puesta de sol. Se llamaba Michel”. Nada es casual acá, la película se nutre de evocaciones, de recuerdos, de encuentros fortuitos, de casualidades inauditas en su precisión, de eventos que ocurrieron en el pretérito (o en una película), que ahora tienen su equivalencia en el presente.
Lola es un nombre artístico, pero en realidad ella se llama Cécile, igual que la hija de Madame Desnoyers. Ambas conocen a Frankie, el marinero norteamericano, Lola lo tiene como cliente y la joven Cécile como interés romántico. Las historias de ambas Cécile parecen espejos: la adolescente está dispuesta -como si fuera su destino- a repetir los errores de la mayor. Lola tiene un hijo con Michel, el hombre que se marchó hace siete años a Matareva. Ese niño abandonado, Yvon (así se llamaba el hermano menor de Jacques Demy), tiene en Roland su reflejo: “Empecé a trabajar muy joven. Mis padres eran muy pobres. Se divorciaron pronto. Él era marinero. Ella estaba siempre estaba esperándolo”, le cuenta Roland (interpretado por Marc Michel) a Madame Desnoyers y a Cécile cuando las visita. Él es fruto de una relación fallida, quizá represente al Yvon adulto, o al hijo que Cécile (interpretada por Annie Dupéroux), tenga con Frankie, pues ella abandona a su madre para ir tras él.
Esas huidas son centrales al filme: a Frankie se le acabaron los días de permiso y debe irse, la joven Cécile se va persiguiéndolo a Cherburgo; Lola pretende viajar a Marsella a trabajar dos meses allá, Roland acepta un trabajo peligroso que lo llevará a Johannesburgo. Esa falta de permanencia, esa marcada inestabilidad vital donde todo es transitorio, eran símbolos de esa década que empezaba, que iba a retratar la angustia del hombre moderno ante un destino que se antojaba más allá de su control. Fellini lo mostró un año antes en La dolce vita y Demy no hace más que reforzarlo.
Tres personajes quedan al final con el corazón roto, pero, sin embargo, Lola es una fábula con final feliz. Demy era ante todo un romántico y no iba a dejar que las cosas salieran mal para su protagonista. Esa misma mujer que dice “Has probado la felicidad solo queriendo ser feliz” va recibir una recompensa a su fe, a su imbatible nostalgia. Bienaventurada Lola que creyó, que supo esperar, que nunca fue inferior a la promesa que le hicieron. Por eso Demy tampoco va a abandonarla a ella, ni tampoco a Roland: Lola volverá como personaje en Model Shop (1969) y ahí sabremos qué ha sido de ella en estos años, mientras Roland reaparece en Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg, 1964).
Realmente Jacques Demy nunca va dejar Lola. Su universo cinematográfico eclosiona a partir de acá y va a expandirse: aunque habrá una explosión de color, de música, de fantasía y de drama, en realidad ya todo estaba planteado acá con una coherencia y una consistencia admirables. Ya lo dije antes en este texto: Todo da vueltas en Lola, todo retorna. Y también de aquí todo surge.
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