Un texto confesional: Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar

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El director de cine que protagoniza Dolor y gloria (2019) le entrega a Alberto, un actor, un escrito suyo, “La adicción”, para que lo convierta en un monologo teatral. No quiere crédito ni mención alguna a su nombre y le advierte que es “un texto confesional”. Eso es exactamente lo que es Dolor y gloria. Ese director de cine, llamado Salvador Mallo (interpretado por Antonio Banderas) es, desde los gestos, la entonación y el peinado, en buena parte el propio Almodóvar, pero más allá del parecido externo está la semejanza interior, las experiencias del pasado, las vivencias, dolores, dudas, amores y desamores, encuentros y desencuentros que Almodóvar destiló aquí a través del filtro de la autoficción (término que se menciona dentro del filme) y que nos permite sumergirnos en su vida sin saber a ciencia cierta –y sin que eso importe mucho- que tanto es real y que tanto es como él hubiera querido que fuera. Tan honesta incursión en su propia vida requiere no solo franqueza, sino una madurez que Almodóvar tiene ya de sobra, y que le permite utilizar sus recuerdos para exorcizar demonios y fantasmas interiores, y en el camino sanarse.

Dolor y gloria (2019)

Salvador Mallo sufre un bloqueo creativo –como Guido Anselmo en 8 ½ (1963) – causado, entre otras cosas, por diversas enfermedades que la película describe con minuciosidad. Dolores articulares, lumbares, ciáticos, migrañas, tinnitus, disfagia y otros padecimientos crónicos nos recuerdan que este y cualquier creador son simplemente hombres frágiles, susceptibles de enfermarse y morir, como los demás mortales (de los que hacen parte, por cierto). Me recordó a Ingmar Bergman refiriéndose a sus incómodas afecciones gastrointestinales en su libro Linterna mágica. Esa es una primera línea narrativa del filme: la del dolor físico, la de la molestia corporal que nos quita el sueño, nos atraganta, nos pone ansiosos o nos obliga a la penumbra buscando sosiego para una cefalea rebelde. Almodóvar se ha sentido así de endeble, y por eso su película aterriza, como una confesión, sobre su corporalidad golpeada por los años y los excesos (que los hubo).

Dolor y gloria (2019)

A partir de aquí iremos en la búsqueda de un alivio para esos dolores. ¿Lo encontrará en el cine? No. Ahí no. Va a encontrarlo en los psicotrópicos y en el falso oasis que estos le brindan. A ellos llegará como se llega a todo en el cine de Almodóvar: a través de causas indirectas y azares perfectos. Siempre en sus películas los personajes son puentes que llevan a los protagonistas de un sitio a otro, de una persona a otra, de una vivencia a la siguiente. Hay una armonía cósmica en el universo Almodovariano que permite este tipo de situaciones, coincidencias y apariciones. Alberto (el vasco Asier Etxeandia), un actor con el que hace más de 30 años Salvador no se habla –un encuentro casual con alguien más le permite dar con su paradero- lo lleva a los psicotrópicos, pero también le sirve de puente para un reencuentro sanador con alguien del pasado, con alguien que representó la pasión, pero también la incapacidad del amor para salvar a alguien.

Dolor y gloria (2019)

Otra situación aparentemente banal –una exposición de arte popular- lo lleva más atrás a su pasado, para recordar las fuentes originales de su deseo. Vamos entonces siempre buscando el pretérito y en él los motivos para reconciliarse consigo mismo, como leyendo a Scott Fitzgerald en El gran Gatsby cuando escribía que “Y así vamos hacia adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”. Dolor y gloria se busca y se encuentra en los recuerdos, en ese volver a quien primero fuimos, en ese cara a cara con la madre que ya se va, en ese aceptar que hay que quemar naves, cerrar círculos y aceptar que esta vez el cine no  pudo salvarlo, sino sus recuerdos, la memoria compasiva.

Dolor y gloria (2019)

Federico Fellini, demiurgo cinéfilo, está aquí junto a Almodóvar. Además de la alusión directa a 8 ½ tenemos en Dolor y gloria un plano inicial en una piscina, hay un río con lavanderas, agua, un plano de La niña santa (2004) en el que las dos chicas nadan… Fellini es mar, es la purificación por el agua. Pero el italiano también es el mismo de Y la nave va (E la nave va, 1983), como para recordarnos –con Almodóvar- que el cine es ilusión y que es fácil advertir las costuras del artificio. Y que los recuerdos que una película nos muestra no necesariamente lo son, y que más bien se antojan el resultado feliz de una catarsis, el cierre creativo perfecto, la mejora última de la realidad.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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