El despertar del durmiente: Duna, de David Lynch

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Dentro de la carrera fílmica de David Lynch, Duna (Dune, 1984) es una auténtica rareza, un filme que llegó a él por la curiosa fama que Eraserhead (1977) y El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) le habían dado en el circuito cinéfilo. No solo se hizo en esos momentos a un nuevo agente, Rick Nicita, sino que además fue este quien le dio a conocer la novela Duna, de Frank Herbert, publicada en 1965 y cuyos derechos de adaptación a la pantalla poseía en esos momentos el veterano productor italiano Dino De Laurentiis. Uno de los antiguos propietarios de esos derechos –un consorcio francés- le había encomendado al director chileno Alejandro Jodorowsky una versión que protagonizaría Salvador Dalí y que iba a tener una duración de diez horas. Obviamente tan inverosímil proyecto se vino abajo tras dos años de preproducción.

Duna (Dune, 1984)

De Laurentiis compró los derechos de adaptación en 1976 por dos millones de dólares e inicialmente vinculó a Ridley Scott para comandar la dirección del filme, pero meses después este se retiró para hacer Blade Runner (1982). La hija del productor, Raffaella, fue quien sugirió a Lynch tras ver El hombre elefante y este no pudo resistir –encandilado- la tentación de dirigir un proyecto internacional de alto nivel, con un presupuesto elevado y con estrellas jamás soñadas para un hombre con una trayectoria incipiente como la suya. El propio Lynch, tras enganchar a otros guionistas, terminó por escribir el mismo el guion –luego de múltiples reescrituras- que abarcaba todo el texto de Frank Herbert.

Duna (Dune, 1984)

El rodaje de Duna se realizó en México en los estudios Churubusco entre marzo y septiembre de 1983, con un presupuesto de cuarenta millones de dólares y un ejército de 1700 personas entre actores y personal técnico. El reparto lo encabezaba un joven novato de 24 años de edad, Kyle MacLachlan, pero de ahí en adelante estaban José Ferrer, Brad Dourif, Patrick Stewart, Max von Sidow, Silvana Mangano, Virginia Madsen, Sean Young, Jürgen Prochnow y hasta el cantante del grupo The Police, Sting. Treinta y nueve personajes tenían parlamento en la película. Tras culminar la cinematografia principal, Lynch pasó otros cuatro meses en México trabajando en los efectos especiales. El montaje en Los Ángeles tardó seis meses más. La primera versión duraba imposibles cinco horas, después se redujo a tres, pero como De Laurentiis tenía derecho al corte final, la versión que debutó en una gala en el Kennedy Center en Washington, el 3 de diciembre de 1984, tenía una extensión de dos horas y diecisiete minutos, arruinando cualquier pretensión autoral de Lynch. “Es como si trabajaras muy duro en una pintura, y luego alguien viene y la corta y desecha una gran parte de ella; así ya no es tu pintura nunca más. Y Duna no era mi película” (1), expresaba el director.

Duna (Dune, 1984)

La crítica norteamericana fue implacable con Duna y eso se vio reflejado en una modesta taquilla de treinta millones de dólares, que impidió –como se pretendía originalmente- que hubiera dos películas más que la convirtieran en una saga. Pese al rotundo fracaso artístico y comercial, De Laurentiis y Lynch no rompieron sus relaciones, y es gracias a este productor que existe Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986). Lynch jamás ha estado de acuerdo con la versión final de Duna.

Duna (Dune, 1984)

La película –tal como se exhibió- debe recurrir a un prólogo expositivo a cargo de uno de los personajes menores (es su único parlamento en el filme) y a frecuentes voces en off de los protagonistas que no solo nos revelan que piensan, sino que terminan explicando lo que está ocurriendo, lo que habla de un guion que fue paulatinamente truncado en sus diferentes versiones y que terminó destrozado en la sala de montaje. Que quedara hecho “retazos” se nota en la falta de coherencia interna del relato, que parece avanzar a saltos de distinta longitud y que requiere de esos monólogos interiores para poder sostenerse.

Duna (Dune, 1984)

El relato de un joven de la realeza, Paul Atreides, que vive en el año 10191 en el planeta Caladan y que debe asumir el control de otro planeta, Arrakis, que es el único lugar donde se produce el bien más preciado del universo, la especia Melange, se convierte en la novela de Frank Herbert y en la película de Lynch en una cruzada, en una guerra santa entre diversas facciones rivales por hacerse al poder de un astro totalmente desértico lleno de campos de minería donde se explota la especia, y que tiene a unos habitantes locales, los Fremen, que buscan su libertad, esperanzados en la aparición de un salvador que una profecía les dijo que vendría.

Duna (Dune, 1984)

Entre sueños, alucinaciones y visiones, Paul Atreides (interpretado por Kyle MacLachlan), parece darse cuenta que su misión va más allá de conquistar a Arrakis para la gloria del Emperador Shaddam IV (José Ferrer), sino que implica una labor mesiánica, un despertar de su consciencia, como le ocurría a Freder Fredersen en Metropolis (1927), que se une a la causa de los oprimidos. Duna es el despertar de un hombre que siempre ha estado cómodamente dormido. Esto lo traduce Lynch en una puesta en escena excesivamente solemne y grandilocuente, casi al punto del ridículo. Parecemos en una obra de Shakespeare trasladada al futuro remoto, pero aún con brujas, profetizas, hechizos, emperadores, duques, príncipes, concubinas, traiciones, venganzas y pociones venenosas. Esa mirada retro al futuro se prolonga en unos decorados barrocos, donde prima el mobiliario y las escaleras en madera, y en un vestuario que reproduce la pompa de la aristocracia de siglos atrás, haciendo de Duna un extraño clásico camp.

Duna (Dune, 1984)

Esa mirada permanente al pasado hace que, en términos de efectos especiales, la película luciera anticuada al momento de su estreno, como si voluntariamente se hubiera optado por reproducir la estética cursi de Barbarella (1968) y de Flash Gordon (1980), y no la más verista de Star Wars (por cierto, Lynch rechazó una oferta de George Lucas para dirigir uno de esos filmes), que ya en ese momento había estrenado tres de sus películas, poniendo un estándar de hiper realismo que Duna deja de lado en pro de un mayor peso dramático que en últimas no consigue, sometida bajo el peso de su propia solemnidad y excesos, que van de lo grotesco a un gore de poca monta.

Duna (Dune, 1984)

Es imposible saber cuál fue la intención final de Lynch: su visión quedó en el piso de la sala de montaje. El resultado es profundamente insatisfactorio, el humo y las cenizas que quedan tras la batalla desigual entre la mirada de un autor y las intenciones de un productor que solo entendía al cine en función de los dólares que le generaba.

Cita:
David Lynch y Kristine McKenna, Room to Dream, Nueva York, Random House, 2018, p. 199

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