Esclavo de sus pasiones: Jefferson en París, de James Ivory

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En una de las primeras películas de James lvory, Shakespeare Wallah (1965) hay una escena en la cual una joven bailarina hindú canta y danza en medio de un bosque. La aparición de esta dama no sólo representa un súbito corte en la narración -las vicisitudes de una compañía teatral ambulante empeñada en llevar las obras de Shakespeare por los caminos de la India- sino que hay algo artificial en ella, cierta afectación, algo falso. De repente lo entendemos: la joven es una actriz a la que están filmando, no es un personaje de James Ivory, no es real.

La autenticidad es, pues, una de las improntas de este interesante director norteamericano que ha desarrollado prácticamente toda su obra en Europa y que, visto de otra manera, es un antropólogo, un hombre que se ha dedicado a estudiar con profundo respeto la cultura de la Gran Bretaña y de las colonias que constituyeron el vasto imperio inglés, con una aproximación tan cuidadosa que sólo podría parangonarse a la que Henry James brindó en el siglo XIX en el campo de las letras. James Ivory mira la sociedad europea con la objetividad y el desapasionamiento de un extranjero, pero a la vez con la nostalgia de aquél que ha querido ser parte de un mundo que la sociedad norteamericana no capta y no comprende, envilecida por un supuesto modernismo que echó en saco roto conceptos como la tradición, el honor y el respeto.

Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995)

Pretender hacer en nuestros días un cine de corte clásico, adaptando novelas victorianas y dando a las imágenes un tratamiento visual lujoso y obsesivo en el detalle y en la puesta en escena requiere de un sistema de producción independiente que pase por encima de la mera ganancia económica, con objetivos de índole estética y artística muy superiores a lo usual en los grandes estudios. Ivory ha unido indeleblemente su nombre al de otras dos personas y con ellas ha formado una compañía productora independiente tal como la que hemos descrito. Nos referimos a Ruth Prawer Jhabvala, una escritora judeo-alemana criada en Inglaterra -a donde emigró huyendo de la persecución a los judíos en Alemania -e hindú por adopción, y a Ismail Merchant, un hindú islámico que le ha servido como productor de casi todo su cine. Merchant e Ivory se conocieron en Estados Unidos durante el estreno de The Sword and the Flute (1959), un cortometraje documental que Ivory -de 32 años entonces- realizó sobre el arte de la miniatura hindú y desde ese momento vieron que compartían una manera de entender el cine y de captar el espíritu de la cultura hindú que hizo que empezaran a trabajar juntos. En la India contactaron a Ruth Prawer, que llevaba diez años viviendo en Nueva Delhi, luego de su matrimonio con un arquitecto persa, para filmar una de sus novelas, The Householder. Prawer Jhabvala escribió la adaptación cinematográfica y desde entonces combina una prolífica actividad literaria (una docena de novelas y cinco libros de cuentos) con la labor de guionista para la Merchant Ivory, con la que ya ha ganado dos premios Oscar por la adaptación de Habitación con vista (A Room with a View, 1986) y de El fin del juego (Howards End, 1992).

Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995)

Deseosos de mostrar el enfrentamiento cultural entre Oriente y Occidente, la lucha de clases subyacente a estas sociedades y el surgimiento de la burguesía y de los movimientos emancipatorios que enmarcan este siglo, es lógico que autores como Henry James y. E. M. Forster hayan sido tomados como fuente de inspiración para el cine de Ivory. Así, a partir de James han sido adaptados Los europeos (The Europeans, 1979) y The Bostonians (1984), y de la pluma de Forster han llegado Habitación con vista, Maurice (1987) y Howards End, para redondear un estilo maduro de realización y un cuerpo coherente de cine realizado con rigor profesional y a unos costos sorprendentemente menores a los que podría esperarse para unas películas deslumbrantes y lujosas que hurgan el interior de una sociedad tras cuya impoluta fachada hay a veces recovecos oscuros. Con su obra James Ivory ha demostrado las bondades del cine independiente, llenando la pantalla grande con unas imágenes de gran belleza, madurez e inteligencia como pocas veces se ve ya. De ahí el desconcierto que una película como Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995) provoca entre sus seguidores.

Un americano en París
Llevar al cine a una figura pública tan entrañable para los norteamericanos como Thomas Jefferson implicaba para James Ivory un doble reto, pues no sólo era entrar en las movedizas arenas de la ficción histórica, con los riesgos que implica jugar con hechos auténticos que limitan la libertad artística, sino además ambientar el siglo XVIII con todo su decadente boato. La idea surgió de un texto al que Ivory tuvo acceso, Pleasure and Privilege, de Oliver Bemier, sobre la vida social entre 1770 y 1790 en Estados Unidos, Francia y Nápoles, un núcleo humano a punto de enfrentar profundos cambios en el mundo tal como lo conocían y al que la lente de Ivory nunca había retratado. Así, pues, antes que intentar una aproximación biográfica a Thomas Jefferson -que habría implicado unas épicas proporciones- se optó por relatar su estadía en París como embajador durante 1785 y 1789 y de esa manera mostrar no sólo a la sociedad parisina de la época, sino además marcar las diferencias entre los modos de vida norteamericano y europeo, un tema recurrente en las producciones de la Merchant Ivory.

Nick Nolte y Greta Scacchi en Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995)

El guion de Ruth Prawer Jahbvala se inicia con la conversación entre un periodista y un hijo mestizo de Jefferson y de una de sus esclavas, lo que nos lleva en un flashback a Francia a donde el futuro presidente Jefferson (Nick Nolte) entrega sus credenciales como embajador a Luis XVI. El tono de chisme, de relato de aventuras inconfesadas con el que el filme despega nunca lo abandona: hay una curiosa superficialidad en la descripción de la vida de Jefferson, un distanciamiento y una frialdad en el delineamiento del personaje que no es culpa del actor sino de un guion que quería cerrar la historia sobre dos puntos: la dicotomía entre las ideas de libertad que empezaban a encender a Francia y la tradición esclavista de Jefferson con el conflicto moral que representaba para él tener esclavos en ese país; y por otro lado, destacar su relación afectiva con una pintora casada de origen angloitaliano, Maria Cosway (Greta Scacchi) y con Sally (Thandie Newton), una de sus esclavas negras, sin contar con la curiosa y estrecha relación con su hija mayor, cuyas ideas místicas se mezclaban con el amor por su padre.

Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995)

Este tipo de acercamiento selectivo no es del todo censurable, pues no se trataba de hacer un recuento histórico de corte documental sobre la vida de Jefferson, sino de destacar algunos puntos que la guionista consideraba de mayor interés y acento dramático: la libertad creativa que los hechos históricos limitan puede compensarse haciendo énfasis en algunos puntos e ignorando o menospreciando otros. Lo que sorprende de manera negativa es la insistencia en los devaneos amorosos del protagonista, como si la anécdota del doble affaire fuera lo único que justificara la película, subvalorando a una personalidad histórica cuyo contacto con la sociedad francesa apenas si nos muestran.

Jefferson heredó de su padre y de su suegro no sólo tierras, sino también de cien a doscientos esclavos a los que al parecer daba un buen trato y a los que se consideraba unido con un lazo indefinible, casi paternal. Durante su segundo período en el Congreso en 1783 intentó que prosperara sin éxito un proyecto para abolir la esclavitud y durante su estadía en Francia le acompañaron varios de sus esclavos, quienes exigieron y consiguieron que se les pagara un sueldo al encontrarse en territorio libre. Las ideas que Thomas Jefferson tenía sobre la libertad son mostradas con bastante confusión en el filme y, aunque su imagen de hombre justo no se desdibuja, tampoco se ahonda en el dilema moral que el ser dueño de esclavos -y aprovecharse de su posición, como en el caso de Sally- representaba para él en ese momento histórico, siendo además uno de los hombres que redactaron la Constitución de Estados Unidos. Sus reflexiones sobre la libertad se encuentran -gracias a la película- a la altura de las de James, uno de sus esclavos.

Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995)

Jefferson llegó a París el 6 de agosto de 1785 para reemplazar como Ministro a Benjamín Franklin, figura que lo opacó inicialmente, pero de cuya sombra se sobrepuso con rapidez gracias a una gran actividad intelectual, política y económica que lo llevó al perfeccionamiento de ventajosos tratados comerciales para su país. Viajó por Italia y Alemania adquiriendo maquinaria y tecnología agrícola, se interesó de lleno en la arquitectura y fue un agudo observador de la manera de ser europea, con la que mantuvo una respetuosa distancia. De igual manera, le llamó la atención la falta de oportunidades laborales y la profunda desigualdad social, mientras seguía con cuidado el curso de la Revolución, incluso reuniendo en su hogar en alguna ocasión a los líderes del partido patriótico.

Greta Scacchi, el director James Ivory y Thandie Newton durante el rodaje de Jefferson en París (1995).

Como vemos, había un filón interesante que explotar por parte de Ivory que fue torpe al preferir optar por enredos pasionales y líos de faldas antes que mostrarnos, por ejemplo, el inicio de la Revolución Francesa de la mano de un testigo de primera mano. No pretendemos que se hubiera hecho una epopeya fílmica, pues las debilidades y flaquezas hacen parte también del complejo cuadro que representa ser un hombre, pero no es justo un perfil tan estrecho por parte de gente que ha hecho de la descripción tridimensional de sus personajes su credo. ¡Qué lejos está este Jefferson taciturno de la magistral interiorización del Señor Stevens en Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), ni qué decir del brochazo anecdótico sobre el inicio del movimiento revolucionario francés: sin vida, sin esencia!

Lo que permanece invariable es la perfecta puesta en escena, cuyo rigor de vestuario y escenografía están por encima de toda duda. La elocuente fotografía y la reconstrucción de escenarios reales contribuyen a aliviar la lentitud de la narración, pero el esfuerzo de decorados, pelucas y terciopelo no cubre las grietas de una historia que queda en deuda con un personaje que daba para un mejor análisis, una mayor autenticidad y un trato más humano.

Publicado en la revista Kinetoscopio no.34 (Medellín, vol. 6, 1995), págs. 114-117
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1995

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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