Grand Tour, de Miguel Gomes

Somerset Maugham nos relata en su diario de aventuras The Gentleman in the Parlour, publicado en 1930, sus viajes por Camboya, Tailandia y Birmania. En ese último sitio conoce a George, un empleado colonial británico casado con una compatriota, Mabel, pero cuya historia previa es muy interesante, pues después de comprometerse en Inglaterra se separaron durante siete años y solo después de ese tiempo pudo ella viajar a Rangún a reunirse con él. Relata Maugham que: “[George] hizo todos los arreglos para la boda, que debía celebrarse el día de su llegada, y viajó a Rangún para recibirla. La mañana en que el barco debía llegar, pidió prestado un automóvil y condujo hasta el muelle. Caminaba de un lado a otro por el embarcadero. Entonces, de repente, sin previo aviso, perdió el valor. No había visto a Mabel en siete años. Había olvidado cómo era. Era una completa desconocida. Sintió un terrible vacío en el estómago y las rodillas comenzaron a temblarle. No podía seguir adelante. Debía decirle a Mabel que lo sentía mucho, pero que no podía, realmente no podía casarse con ella. Pero, ¿cómo podía un hombre decirle algo así a una chica que había estado comprometida con él durante siete años y había viajado seis mil millas para casarse? Tampoco tuvo el valor para eso. George fue presa del coraje de la desesperación. Había un barco en el muelle a punto de zarpar hacia Singapur; escribió una carta apresurada a Mabel y, sin una sola pieza de equipaje, solo con la ropa que llevaba puesta, saltó a bordo”.

Pero ahí no acabó todo, ella se lanzó a perseguirlo y él a escapar, moviéndose por la geografía del suroriente asiático. Y de esa forma cada vez que George llegaba a un nuevo país, por remoto que fuera, recibía un telegrama de ella; Mabel parece adivinar o intuir misteriosamente a dónde irá después, y él siempre encuentra un telegrama esperándolo que dice que ella está por llegar. Hasta que por fin lo alcanza. El destino de George y Mabel, tarde o temprano, era casarse. A partir de esa curiosa anécdota, el portugués Miguel Gomes construyó, junto a su esposa Maureen Fazendeiro, el guion de Grand Tour (2024), que le dio a Gomes el premio al mejor director en el Festival de Cannes, donde la película estuvo en competencia. El titulo se refiere al viaje iniciático que los jóvenes aristocráticos ingleses hacían por la Europa continental durante los siglos XVIII y XIX para empaparse perezosamente de la cultura, la historia y las tradiciones que visitaban. Aunque no existía una variante asiática, en el filme se menciona en el contexto de un viaje por Rangún, Singapur, Bangkok, Saigón y Hong Kong, que se asimila al periplo que emprenden los protagonistas: un hombre que huye de su compromiso y una mujer decidida a que lo cumpla.

En la película se llaman Edward y Molly, son ingleses y estamos en Birmania en 1918. La narración se nos cuenta a través de múltiples voces en off que cambian de idioma a medida que los personajes cambian de país. Hay una voz que nos narra los hechos en birmano, más tarde en vietnamita, luego en chino. Y aunque los protagonistas son ingleses, los actores son portugueses y por lo tanto se expresan en ese idioma. Así como en muchas películas de Hollywood ambientadas en los lugares más remotos del mundo todos los personajes hablan en inglés, en esta película todos hablan en portugués, tal como su realizador. Convenido esto, hay que añadir más capas al artificio: es evidente que todas las escenas son rodadas en estudio, en una forma expresionista que evoca el magnífico trabajo de Josef von Sternberg en Hollywood, en filmes como Los muelles de Nueva York (The Docks of New York, 1928) y El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932), absolutamente conscientes de su artificialidad, pero no por eso exentos de verdad. En esos dos filmes de von Sternberg hay puertos, muelles, barcos, trenes, parajes exóticos… el material del que está hecho Grand Tour.

La película está dividida en dos partes: la huida permanente de Edward (el actor lisboeta Gonçalo Waddington) en medio de la zozobra y el bochorno existenciales, devenido en un eco de aquellos personajes de Joseph Conrad que navegaban por mares lejanos huyendo de sí mismos, y a continuación la persecución entre decidida y cómica de Molly (interpretada por Crista Alfaiate, también natural de Lisboa), que termina explicándonos porque lograba localizarlo con tan sorprendente facilidad. Molly en su concepción es un personaje de alguna película pretérita: es Jean Arthur en algún filme de Capra, es Barbara Stanwyck en alguna screwball comedy de Sturges, tal es la herencia de su tozudez y de su embeleso romántico.

Todo lo que les ocurre lo vemos, pero ante todo lo escuchamos, pues la narración en off, con su lenguaje poético, no subraya sino que evoca, no describe sino que recrea. Esta palabra es clave acá, pues paulatinamente Miguel Gomes apela a un riesgo formal. Lo que la narración nos va diciendo, él lo recrea con imágenes contemporáneas de los sitios que ambos personajes visitan. Entiendo que esto puede parecer al principio extraño, que el espectador puede llegar a pensar que hay anacronismos inexplicados que quizá sean un descuido de la producción, pero no es así. Es absolutamente adrede: la realidad va metiéndose por las grietas de la ficción.

En esa tensión entre lo artificioso y lo real, Miguel Gomes encuentra un terreno fértil para reflexionar sobre el cine como acto de memoria y reinvención. La cámara, con su mirada deliberadamente estilizada, no solo captura los paisajes en estudio que recrean los muelles brumosos o los mercados abarrotados, sino que también se detiene en los gestos mínimos de sus personajes: la mano de Edward que tiembla al abrir un telegrama, el brillo desafiante en los ojos de Molly al subir a un tren. Estas imágenes se entretejen con planos documentales de las ciudades asiáticas contemporáneas, como si el pasado y el presente dialogaran en un mismo lienzo, como si ficción y realidad hicieran parte del mismo tejido. En Grand Tour el cine no imita la vida, sino que la reimagina. Desde que la película empieza hay imágenes del presente: un carrusel nocturno medio improvisado donde unos niños juegan, un titiritero que nos enseña sus ornadas marionetas birmanas sostenidas por hilos. Ese teatro de marionetas (conocido como yoke thé), no está ahí por azar, como no lo están las marionetas del teatro de sombras tailandés (nang yai) que nos cuenta un relato mitológico.

Esas marionetas, y otras más de distintos países, están ahí porque Grand Tour es una película sobre la representación, sobre la forma en que una fabulación es representada, sea en un escenario, un teatro de marionetas o en una pantalla de cine. Traducir un relato oral o escrito a imágenes, convertirlo en algo visible y, haciendo un pacto con la incredulidad, suponer que lo que vemos ahí es verdad o que refleja la realidad, está en la esencia misma de lo que es el cine. Durante buena parte del metraje de Grand Tour me preguntaba si en algún momento se iba a romper la “cuarta pared” y Gomes iba a desnudar el artificio escénico cinematográfico, como lo hizo Fellini en Y la nave va (E la nave va, 1983). Lo mejor es que eso que me preguntaba en realidad ocurre y lo hace Gomes sencillamente para recordarnos que él es el titiritero y que la puesta en escena es para el despliegue de sus títeres humanos.

Así, al vaivén de sus marionetas, Miguel Gomes nos entrega no solo una fábula sobre la huida y la persecución, sino un espejo donde el cine se contempla a sí mismo. Grand Tour es un acto de fe en este arte, como el amor de Molly, como la valentía de George al rendirse al destino. En sus imágenes, donde lo artificioso abraza lo real, donde el pasado danza con el presente, Gomes nos recuerda que el cine es un teatro de sombras, un nang yai eterno que conjura historias para que no se desvanezcan. Al terminarse la película, quedo con la certeza de que, mientras haya una cámara, un relato y un titiritero, el mundo seguirá siendo reimaginado, una y otra vez, en la penumbra de una sala de cine.
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