Hollywood, año cero
En 1967 surgió el “nuevo Hollywood”, la vanguardia artística que removió todos los cimientos de la industria del cine norteamericano. Repasemos lo ocurrido en ese “año cero”, cuando todo volvió a empezar.
“El hecho más importante de las pantallas en 1967 es que Hollywood al fin se ha vuelto parte de lo que la revista francesa Cahiers du Cinéma llama “la furiosa primavera del cine mundial” y está produciendo un nuevo tipo de películas”.
-Stefan Kanfer, Time
20 de febrero de 1968. A las diez de la mañana de ese martes fueron anunciadas en Los Ángeles las nominaciones a los premios Oscar correspondientes a los filmes del año inmediatamente anterior. Por mejor película competían un musical convencional, Doctor Dolittle, de Richard Fleischer; dos películas con tema racial —ambas protagonizadas por Sidney Poitier— Guess Who’s Coming to Dinner, de Stanley Kramer, e In the Heat of the Night de Norman Jewison; y dos cintas independientes que venían precedidas de gran polémica y resonar mediático: Bonnie and Clyde y El graduado. Sin embargo, su presencia en el listado de las películas en competencia por el Oscar era un símbolo que para nadie quedó oculto: en 1967 se había dado una ruptura, y a partir de ahí había surgido en las entrañas de la industria del cine norteamericano algo inesperado: había aparecido una vanguardia. Nacía el nuevo Hollywood.
“Los trece años transcurridos entre Bonnie and Clyde (1967) y La puerta del cielo (1980) delimitan la última época en que hacer cine en Hollywood fue realmente emocionante, la última vez que la gente pudo estar, y con razón, orgullosa de las películas que hacía, la última vez que una comunidad en su conjunto alentó el trabajo bien hecho, la última vez, también, que hubo un público capaz de sostenerlo” (Biskind, 2004: 16). Fue un momento particularmente emotivo por la inesperada conjunción de talentos, por la nueva manera en que se hacían y se podían mostrar las cosas. Pero no fue una generación espontánea o una feliz casualidad; el nuevo Hollywood no se encontró, a él se llegó.
La revista Variety, en su número de aniversario de 1966, hace una lista de los diez hechos más importantes para la industria del cine y la televisión de ese año. De ellos quiero destacar tres: la elección de Jack Valenti como presidente de la Motion Picture Association of America (MPAA), la supresión del Código de Producción (de censura) y la compra de Paramount por la compañía Gulf + Western. Valenti, que venía de ser asesor del presidente Lyndon Johnson, empezaría a elaborar el sistema de clasificación de los filmes con el que Hollywood dio de baja al Código de Producción (también llamado Código Hays), el método de censura vigente desde los años treinta y que ya estaba caduco. El mismo Valenti fue quien diseñó el nuevo método de clasificación de las películas, que originalmente comprendía las siguientes categorías: G (General Audiences), para todos los públicos; M (Mature Audiences), se recomienda que la asistencia de los niños quede a discreción de los padres; R (Restricted) para mayores de 16 años, a menos que estos vayan acompañados de sus padres, y X en la que no se admiten menores de 16 años. La MPAA asignaría la clasificación a cada filme y los teatros verificarían su cumplimiento.
El 1° de noviembre de 1968 entraría en vigencia la nueva clasificación. Ahora sería posible abordar, sin tanto temor, temáticas y expresiones artísticas antes impensables en el pacato y conservador cine de Hollywood. Sin embargo, el derrumbe del código de producción se produjo antes de la implementación de la nueva clasificación: en 1964, The Pawnbroker, de Sidney Lumet, consiguió que se permitieran escenas de desnudez frontal de dos actrices y que la cinta obtuviera la autorización para exhibirse. Dos años después, ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?, 1966) recibió una clasificación extraordinaria, la SMA (Suggested for Mature Audiences). Y para acabar de arrojar todo al piso, La MGM estrenó Blow-Up (1966) de Antonioni, pese a que el Código de Producción no la aprobó.
Esto coincide con una casi urgente necesidad de volver a atraer público a las salas de cine. Para ese momento los estudios ya no eran dueños de sus propias cadenas de teatros y tampoco podían reservarse el derecho de decidir en qué teatros exhibir sus filmes. En ocasiones los distribuidores independientes les cerraban el paso a las grandes compañías, que además veían en la televisión una amenaza constante y creciente. Además, la composición de los espectadores de cine ya no era la misma y eso era algo que no se había considerado apropiadamente: “Entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta, la audiencia cambio de ser predominantemente un grupo de mediana edad, modestamente educados y de clase media a baja, a ser un grupo más joven, mejor educado, más adinerado y mayoritariamente de clase media” (Cook, 1990: 874). Ahora a ese público podrían ofrecerle temas más atractivos, más maduros y polémicos.
En esta época, los grandes y míticos ejecutivos de los estudios se retiran y las compañías quedan a merced de conglomerados financieros que las engullen, como ocurrió con la compañía de Charles Bluhdorn, Gulf + Western, que adquirió a la Paramount. Los estudios quedan entonces como subsidiarias de empresas que tienen otros objetivos corporativos, como inversiones, autopartes, minería o alimentos, y que desean entrar al negocio del entretenimiento y el ocio. Nombran en los estudios a hombres jóvenes que van a buscar proyectos más arriesgados y retadores, a partir de productoras independientes, algunas de las cuales pertenecían a actores. Como ejecutivos entran Robert Evans, de 37 años, a la Paramount, Richard Zanuck a la Fox, con 34 años, y David Picker, como vicepresidente de producción de United Artists, con 36 años de edad.
En 1965 expiró el contrato más largo que había entre una estrella y un estudio, el que existía entre Rock Hudson y Universal Pictures. El “Studio System” llegaba a su fin, al perder uno de sus ejes: el control de los actores. “El fin de los contratos a largo plazo con los estudios catalizó el cambio del destino de los más exitosos actores y actrices de Hollywood para convertirse en prominentes jugadores con peso financiero sustancial y un mayor control artístico sobre lo que producía la industria del cine” (Monaco, 2001: 20). Al ser ya freelancer, los intérpretes pidieron mayores sueldos e incluso participación en las ganancias de los filmes en los que actuaban. Otros, como Kirk Douglas, Burt Lancaster, Frank Sinatra y John Wayne, vieron que convertirse ellos mismos en productores independientes era incluso una mejor idea.
En 1967, los siete grandes estudios de Hollywood hicieron 157 películas. La mayoría de ellas siguieron el patrón tradicional de la industria: musicales (Doctor Dolittle), aventuras de James Bond (You Only Live Twice) y sus imitadores (Casino Royale), comedias románticas (Barefoot in the Park) y sátiras (Divorce American Style). Sin embargo, tres de las películas más exitosas en taquilla ese año tenían un mensaje contra el establishment, que no pasó inadvertido: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen), Cool Hand Luke e In the Heat of the Night. Las cinco películas de mayor recaudación fueron, en su orden, El graduado (The Graduate) con ingresos por $104.901.839 de dólares, El libro de la selva (Jungle Book), Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner), Bonnie and Clyde y Doce del patíbulo. El público refrendaba con su presencia el surgimiento de algo diferente, algo que todavía no sabía bien lo que era.
Apoteosis de Bonnie and Clyde
8 de diciembre de 1967: la portada de la revista Time trae una ilustración de Robert Rauschenberg sobre Bonnie and Clyde y un titular cruzado sobre el ángulo superior derecho que dice “The New Cinema: Violence… Sex… Art”, haciendo mención a un artículo en sus páginas interiores, firmado por Stefan Kanfer, llamado “Hollywood: The Shock of Freedom in Films”, en el que saluda la aparición de un nuevo cine, centrado en el fenómeno de Bonnie and Clyde, considerándola “no solo la sorpresa de la década sino también, según un consenso creciente de públicos y críticos, la mejor película del año”, para más adelante afirmar que “lo que más importa acerca de Bonnie and Clyde es la nueva libertad de su estilo, expresada no tanto por los trucos de la cámara sino por el acoplamiento de elementos dispares en un todo artístico coherente: la creación de unidad desde la incongruencia. Mezclando humor y horror, atrae la simpatía del público hacia sus antihéroes. Es, al mismo tiempo, un comentario sobre la estúpida violencia diaria de los años sesenta y una evocación estética del pasado”; añade después que “tanto en su concepción como en su ejecución, Bonnie and Clyde es una película parteaguas, del tipo que señala un nuevo estilo, una nueva tendencia. Un ejemplo temprano de esto fue El nacimiento de una nación, que todavía persiste, y que le dio al cine norteamericano un sentido épico de la historia de la nación” (Time Magazine, 1967). También va a equiparar a Bonnie and Clyde con Ciudadano Kane (1941), La diligencia (1939) y Cantando bajo la lluvia (1953). Nada mal para una película que estuvo apenas una semana en cartelera tras su estreno en agosto.
Para sorpresa de Warren Beatty —protagonista, productor y alma de este filme—, Bonnie and Clyde no había pasado inadvertida, pese a que cuando él y el director Arthur Penn le presentaron la película terminada a Jack L. Warner, presidente del estudio que le dio luz verde al proyecto, este la llamo “las dos horas y diez minutos más largas de mi vida”. La distribución inicial del filme en Estados Unidos fue muy limitada y con críticas negativas de The New York Times, Time y Newsweek. Solo salió en su defensa Pauline Kael en The New Yorker, en un largo ensayo publicado el 21 de octubre de 1967 y en el que escribía que, “Bonnie and Clyde necesita la violencia; la violencia es su significado”. Su concepto salvó la película: sumado al artículo de Time obligaron a la Warner a un reestreno masivo y exitoso a principios de 1968.
Tanto Beatty, el director Penn y los guionistas coincidían en algo: “La violencia tenía que sacudir al espectador. Las balas tenían que herir no solo a los personajes, sino también al público. ‘No era habitual matar a alguien a balazos y verlo caer en el mismo fotograma; tenía que haber un corte’, explica Penn. ‘Nosotros dijimos: No repitamos lo que los estudios llevan años haciendo. Tiene que ser una bofetada en plena cara’” (Biskind, 2004: 40). El público que la vio encontró en ella un medio en el cual volcar sus ansiedades, temores y rabias. Estados Unidos estaba en Vietnam y el sentimiento contra el sistema necesitaba vías de escape. Warren Beatty y los guionistas David Newman y Robert Benton iban a mostrarles que la violencia implicaba víctimas, sangre, dolor; que su sublimación era un insulto a los caídos, que ignorar lo que implica matar era absurdo. Los movimientos que buscaban la reivindicación de los derechos civiles y los que estaban en contra de la guerra de Vietnam encontraron en Bonnie and Clyde una legitimización de los métodos violentos que en ocasiones ellos empleaban. “La violencia es una parte del cambio social” (Amburn, 2002: 109), expresaba Warren Beatty.
También los ejecutivos de Hollywood encontraron algo que les llamó poderosamente la atención: descubrieron la existencia de un público joven que acompañaría con su presencia a las películas que reflejaran los valores contra el sistema que ellos profesaban. “Si las películas de Bond legitimaron la violencia gubernamental, y las películas de Leone la violencia parapolicial, Bonnie and Clyde legitimó la violencia contra el establishment, la misma violencia que hervía en el corazón y la mente de cientos de miles de personas contrarias a la guerra de Vietnam. [El guionista] Newman tenía razón: Bonnie and Clyde, más que una película, fue un movimiento: como había ocurrido con El graduado, el público joven la reconoció como ‘suya’” (Biskind, 2004: 60).
And here’s to you, Mrs. Robinson
En 1942, Joseph E. Levine fundó su propia compañía, Embassy Pictures Corporation, para distribuir pequeñas y grandes películas europeas en Estados Unidos; pero en los años sesenta ya tenía el capital suficiente para empezar a producir de manera autónoma. Se le conocía en el medio como un “mercader enormemente exitoso”, pero no tenía exactamente un buen nombre. Levine recibió la visita de Lawrence Turman, un productor de 36 años de edad que en 1963 había negociado por mil dólares los derechos de una novela de Charles Webb llamada El graduado. Ya tenía asegurado los servicios del comediante y ahora director de teatro de Broadway Mike Nichols, pero ningún estudio se había interesado en financiar el proyecto. Llevaba casi dos años tocando todas las puertas hasta que llegó donde Levine, que antes que estar interesado en el libro parecía gustoso de contar con los servicios de Mike Nichols, quien ya había debutado exitosamente como director de cine con ¿Quién le teme a Virginia Woolf?
Gracias a Levine, Turman se aseguró un millón de dólares para hacer el filme, que contó con un inteligentísimo guion del comediante Buck Henry. Sin embargo, lo que va hacer inolvidable a El graduado es la elección del actor que interpretará a Benjamin Braddock. La lista de posibles candidatos que el productor Turman hizo incluía a Warren Beatty, Steve McQueen, Robert Redford y George Peppard, todos ídolos de matiné, ninguno con la suficiente fragilidad como para interpretar a un joven inseguro y dubitativo que va a ser seducido por la esposa del socio de su padre.
Bonnie and Clyde había contado con dos bellos protagonistas —Beatty y Faye Dunaway—, pero los demás integrantes del reparto fueron seleccionados por su personalidad y por lo que podían aportarle al rol, no por su físico. Michael J. Pollard, Gene Hackman y Estelle Parsons hicieron que el público se sintiera más cercano a ellos y eso mismo ocurrió cuando Dustin Hoffman —contra todo pronóstico— obtuvo el papel de Benjamin en El graduado.
Él trajo al cine de Hollywood un nuevo modelo de héroe, capaz de expresar candor, timidez e inseguridad. Carente de certezas y confianza, reflejaba también los temores y nerviosismos de esa generación que estaba surgiendo en los años sesenta y que no se sentía representada ni por sus padres ni por el gobierno. Así, El graduado, quizá involuntariamente, se convirtió en un manifiesto generacional. La música de Simon & Garfunkel, la belleza de Katharine Ross y la actitud depredadora de Anne Bancroft contribuyeron a hacer de esta película un gigantesco éxito de taquilla desde el momento mismo de su estreno en diciembre de 1967. Lo mejor es que sigue igual de vigente.
El final es solo el principio
El nuevo Hollywood apenas empezaba, pero ya mostraba lo que podía (y llegó) a ser. Pero esa es otra historia. Concluyo mencionando que Bonnie and Clyde ganó dos premios Oscar y El graduado uno. Por cierto, la ceremonia de entrega de estas estatuillas se llevó a cabo el 10 de abril de 1968, dos días después de la fecha original. El país estaba de luto: el 4 de abril había sido asesinado Martin Luther King Jr.
Referencias
Amburn, Ellis (2002). The Sexiest Man Alive: A Biography of Warren Beatty. Nueva York: Harper Collins.
Biskind, Peter (2004). Moteros tranquilos, toros salvajes, Barcelona: Anagrama.
Cook, David A. (1990). A History of Narrative Film. Nueva York y Londres: W. W. Norton & Co.
Monaco, Paul (2001). “The Sixties, 1960-1969”. En: History of American Cinema, vol. 8, Berkeley: University of California Press.
Time Magazine (1967), “Hollywood: The Shock of Freedom in Films”, sitio web: Time Magazine, disponible en: www.time.com/time/magazine/article/0,9171,844256-8,00.html
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia no. 327 (Medellín, enero-marzo/17), págs. 128-133.
©Editorial Universidad de Antioquia, 2017
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