La utopía agónica: La casa junto al mar, de Robert Guédiguian
El viejo patriarca se enferma gravemente y ante el lecho del hombre agonizante llegan los hijos dispersos. Traen consigo heridas sin sanar y viejos rencores que van a hacer erupción ahora que están juntos de nuevo y tienen que tolerarse (o intentar lograrlo) unos días. Este planteamiento no es original ni creativo, es -diría yo- un lugar común del drama cinematográfico. Y, sin embargo, a este recurre el veterano realizador y guionista francés Robert Guédiguian en su película La casa junto al mar (La Villa, 2017). Todo lo que preconcebidamente pensemos sobre el difícil reencuentro entre tres hermanos -Angèle (Ariane Ascaride, la esposa del director), Joseph (Jean-Pierre Darroussin) y Armand (Gérard Meylan)- va a cumplirse: hay rabia, frustraciones, desengaños, acusaciones, silencios, nostalgia y esa sensación de que se fue inferior a unos ideales y a unos sueños que fueron imposibles de cumplirse y que se quedaron solo en una utopía juvenil.
Creo que nadie puede sentirse engañado al ver una película de Robert Guédiguian: su cine es reflejo de su ideología de izquierda y por eso sus temas, bajo algún disfraz diferente, son siempre los mismos: lucha de clases, iniquidad e injusticia social, reivindicación de los derechos de los trabajadores, denuncia de la explotación burguesa. Se suma a eso una puesta en escena donde su natal Marsella es protagonista recurrente, tal como su equipo de actores y técnicos, y el resultado es un tipo de filme formalmente convencional, provisto de unos parlamentos muy teatrales, puestos al servicio de la “lección” social o política que quiera darnos.
Joseph es el hermano sarcástico y desilusionado, tiene un pasado comunista y aspiraciones de ser escritor; Armand se quedó en el pueblo administrando el restaurante que era el sueño socialista de su padre, mientras Angèle se volvió actriz y apenas ahora regresa, luego que una tragedia familiar partiera en dos su vida. Los tres tratan –lo mejor que pueden- de tolerarse y tratar de entender los motivos del otro, pero tienen mucho rencor y desesperanza a cuestas. Un flashback –oportunamente tomado de Ki lo sa? (1986), un filme previo de Guédiguian donde los tres actuaban- nos los muestran jóvenes, alegres y llenos de sueños. Ahora su expresión es grave, sus palabras están llenas de insolencia y su actitud refleja la incomodidad de sentirse entre extraños.
Tras su drama personal está el del pueblo –una ensenada en la costa de Marsella- un proyecto colectivo urbanístico y social del padre de los tres, que la especulación inmobiliaria fue haciendo colapsar. Casi nadie vive ya ahí, el ejército patrulla la zona en busca de inmigrantes ilegales, mientras los nuevos inversionistas ven posibilidades de transformar la zona. Guédiguian le teme al presente y ve en el futuro una amenaza. Para él –y sus personajes- la situación actual es una frustración social constante, fruto de la incapacidad de cumplir los sueños y proyectos políticos que hace cuarenta o más años se trazaron.
Los personajes de La casa junto al mar tienen, pese a todo, posibilidades de una redención que quizá no esperaban. El ponerse en paz consigo mismo y con los demás involucra un elemento dramático nuevo que la película introduce en su último tercio y que puede verse como una promesa y como una esperanza en medio de tanto dolor. También –si uno fuera a ser cínico y mal pensante como Joseph- podría pensarse en oportunismo por parte de Guédiguian que le mezcló crisis humanitaria de refugiados a una película cerrada sobre sí y sus protagonistas. Pero así es él y así es su cine: un medio para la expresión de sus ideas políticas, quizá trasnochadas, subrayadas y retrogradas, pero suyas.
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