León en invierno: El gatopardo, de Luchino Visconti
“El Príncipe Salina sabía que pertenecía a una clase que estaba condenada a muerte. Al final, percibía ya a la muerte a su alrededor: era lo único que tenía algún significado para él”
-Luchino Visconti
“El gatopardo es una épica del tiempo”
-Martin Scorsese
El león reinante empieza, por primera vez, a sentirse viejo. Se mira al espejo y lo que ve lo sorprende y lo preocupa. Ya la vitalidad y el brío –feudal, económico, sexual- que lo han caracterizado siempre, parecen abandonarlo definitivamente, consumidos por años de exceso y derroches. Ya hay leones más jóvenes a su alrededor, ya las leonas lo miran a él con una mezcla de veneración nostálgica y benevolencia callada. Ha dejado de ser atractivo para ellas.
¿A qué horas pasó el tiempo? ¿A qué horas se le fue la vida a este felino altivo? La suya y la de su país, esa Italia del siglo XIX que le está diciendo adiós a la nobleza reinante hasta la fecha y que por siglos dominó la península. Por eso su tristeza es dual: es la ruina personal y la ruina de la aristocracia tal como la ha conocido siempre. Pero a pesar de eso -o debido a eso- el viejo león se resiste a luchar. Sabe que no puede pelear contra el tiempo ni contra los nuevos vientos políticos. Incluso hace poco le han propuesto que ocupe una curul del senado en Turín, pero se negó. Prefiere dar un paso al costado, rechazar la postulación y sugerir el nombre de un terrateniente, de un nuevo rico, miembro de una clase emergente que ha ido ganando terreno, desplazando con el poder del dinero –y en aras de la democracia- el sitial de privilegio que la tradición aristocrática detentaba con la seguridad de un derecho indisputado.
El león en invierno es Don Fabrizio, Príncipe de Salina (interpretado por Burt Lancaster, un actor impuesto al director por los coproductores de la Fox), asentado desde siempre en Sicilia. Su vida plácida se vio sacudida por el arribo de las tropas de Garibaldi, los “camisas rojas”, a las que inesperadamente se unió uno de sus sobrinos, Tancredo Falconeri (Alain Delon). El Príncipe reúne a su familia y viaja a su residencia de recreo en Donnafugata, a esperar que dejen de soplar los vientos políticos y sociales de este periodo de la historia conocido como el Risorgimento, movimiento que pretendía reunificar a Italia y liberarla de la dominación extranjera. El vendaval social es el que más sorprende al Príncipe: el poder del dinero está superando a la heredad. El alcalde de Donnafugata, Don Calogero, un hombre otrora humilde, es ahora un próspero terrateniente -símbolo de la emergente burguesía- y su hija es ya una bellísima mujer, Angélica (Claudia Cardinale), a quien Tancredo, en otra suerte de traición oportunista a su clase, pretende. Tiene sus razones: el padre de Angélica tiene el dinero que su familia ya no posee, y con él es posible sacar avante sus aspiraciones políticas ¿A dónde nos llevará todo esto?, se pregunta el Príncipe.
Resignado, él sabe que es poco lo que queda por hacer. “Es necesario que todo cambie para que todo permanezca igual”, dice premonitorio Tancredo en la película, pues en realidad la nueva burguesía no quiere acabar con la aristocracia, quiere de alguna forma convertirse en ella, comprando los terratenientes las tierras y los títulos que les ayuden a superar su crónico sentimiento de inferioridad frente a los nobles. Como lo expresa Henry Bacon en el texto, Visconti, explorations of Beauty and Decay, “El Risorgimento no resultó en ningún cambio social significativo. Si la vieja sociedad había sido gobernada por la aristocracia, ahora tenían su equivalencia en la haute-bourgeois enriquecida por la industrialización. Las clases más importantes del nuevo estado eran los grandes terratenientes -los burgueses en alza- y los sirvientes civiles más mayores. Aunque algunas de las victorias más gloriosas del Risorgimento habían sido ganadas por los campesinos rebelándose contra los terratenientes, la nueva situación política se solidificó asegurando el poder de estos” (1).
Por eso es fácil entender que al Príncipe le duele su país, le duele su cuerpo, sus años marchitados que –lo sabe- ya no florecerán jamás. En El Gatopardo, la novela que dio origen a esta película, el Príncipe de Salina representa en realidad a Giulio, Príncipe de Lampedusa, abuelo del autor de la novela, Giuseppe Tomasi, Duque de Palma y Príncipe de Lampedusa, un aristócrata empobrecido que escribió el texto en los cafés de Palermo, lejos de su ruinoso palacio de La Marina. Tomasi moriría en 1957 sin ver su libro publicado e ignorante del éxito literario que tendría al ser publicado por Giangiacomo Feltrinelli, luego de haber sido rechazado por casi todas las editoriales. Pero si en el libro sabemos quien es el verdadero protagonista, en el filme ese Príncipe decadente no es otro que Luchino Visconti.
“Puedo entender su nostalgia, pero el mundo tenía que seguir, y es lo que quiero mostrar en la película. No soy un sureño, y nosotros los del norte sentimos una especie de remordimiento cuando pensamos en los del sur: tenemos la conciencia sucia. La ayuda que les prometimos no se la dimos nunca. El movimiento que liberó a Sicilia de los Borbones se efectuó, como ocurre en todas las revoluciones, con promesas que se hicieron al pueblo. Y como siempre, estas promesas no se cumplieron. Garibaldi actuó de buena fe, pero los propietarios -oportunistas- se apresuraron a explotar esa situación de cambio para su propio beneficio, produciéndose así la nueva opresión burguesa. A través de siglos de vasallaje, Sicilia permanece aún sumergida en una especie de apatía, y la mafia persiste como una enfermedad gangrenosa. Todo esto debe cambiar y cambiará. A mi entender, el tema de El Gatopardo es muy similar al de otro film mío, Senso. Sólo que esta vez la visión es menos cruel, y los sucesos se presentan con más dulzura” (2), declaraba Visconti a propósito de esta película en la biografía de Gaia Servadio. Esa nostalgia que menciona es la que siente por su propia vida, pues a partir de esta película es evidente su interés en buscar y reflejar en el cine sus orígenes, su historia personal, sus motivos íntimos, las razones de su soledad y su dolor.
Venía de dirigir a Thomas Milian y a Romy Schneider en Il lavoro, un segmento del filme colectivo Boccacio ´70 (1962) en el que una pareja aristocrática –víctima de una matrimonio por conveniencia- enfrenta una crisis conyugal causada por las infidelidades del marido. La esposa, al borde del divorcio, decide asumir el papel de una de las amantes de él y trabajar –algo que iba a hacer por primera vez en la vida- cobrándole por sus servicios conyugales cada vez que se vayan a la cama. La recreación de un espacio opulento y la descripción de un aburrimiento crónico son las mejores virtudes de este mediometraje en el que –de nuevo- Visconti se siente como pez en el agua retratando a los de su misma clase social, algo seguro y conocido. Por eso la novela de Lampedusa le venía bien a sus nuevos fines: era un texto exitoso, polémico y estaba ambientado en Sicilia, lejos de su Milán natal. Era posible, entonces, esconderse detrás de ese personaje y desde allí sentirse con toda la libertad de rumiar, como un león herido, su propia pena.
Pero no por eso el retrato está teñido de desconsuelo o de ironía marxista. Por el contrario, Visconti describe esa clase social –la suya, la de su familia- con enorme admiración, delicadeza y respeto. Y claro, con un conocimiento de causa que dota de verosimilitud a un filme que en sus manos adquiere rasgos de documento histórico, de retrato especular genuino. El vigoroso esteta que siempre fue se deleita en la descripción abigarrada y muy sensual de esos seres privilegiados deambulando por ese palacio familiar, por esa casa de recreo, por ese salón de baile palermitano en Pantaleone. Si ese va a ser el final de una época, la despedida será inolvidable, parece decirnos.
El director -que había comprado una torre frente al mar en las afueras de Palermo para habitarla durante los cuatro meses de rodaje- se recrea en el lujo en los decorados y del vestuario, a cargo este último de Piero Tosi y Vera Marzot, puestos a disposición de una puesta en escena detallada, meticulosa y operática, cuya exuberancia lírica culmina en una secuencia de baile de cuarenta y cinco minutos (todo un reto técnico y narrativo a cargo del cinematografista Giuseppe Rotunno que filmó esta película en Technirama, un formato en el que la imágenes fueron capturadas en un filme de 35 mm horizontalmente, para producir una imagen anamórfica del doble de tamaño) que es, ante todo, una despedida dual: la del viejo orden social, representada en ese Príncipe que va de salida –“El pesimismo de Salina, lo hace lamentar la caída de un orden, el cual, a pesar de toda su rigidez, era sin embargo un orden” (3), recuerda Visconti- y la de la Italia revolucionaria, encarnada en la figura incómoda y trágica de Garibaldi, dejado de lado por el propio gobierno que ayudó a imponer. Dos desilusiones, dos dolores, pero la misma sensación: que la vida sigue, que todo es pasajero, temporal, absolutamente prescindible. Que todas las cosas, la belleza de Angélica incluida, florecen y luego marchitan sin que haya posibilidad de impedirlo. Hay que adaptarse, entonces, a unos cambios no siempre fáciles. En la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Don Fabrizio le dice al Padre Pirrone, “No somos ciegos, querido Padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar…”.
Celebración y réquiem, el largo baile que cierra el filme amerita una observación más cuidadosa. Visconti buscaba un símbolo, algo que señalara una transmisión de mando, un tránsito de la vida a la muerte (y de la muerte a la vida, para ser justos) y a la vez una metamorfosis: la de un país. Por eso le dedica una cuarta parte del metraje a una secuencia de maravilloso lujo: catorce habitaciones del palacio Gangi decoradas con mobiliario auténtico e iluminadas con más de mil velas, cortinas de materiales costosos, vestuario que reproducía con precisión los originales, flores traídas a diario de San Remo, doscientas personas participando como extras, incluyendo a miembros reales de la nobleza siciliana. La multitud danza alborozada y, sin saberlo, celebra la muerte de una era que ya languidece entre sus últimos estertores. Nadie parece verlo, sólo el Príncipe Salina, enfrentado a su propia decadencia. Contemplando El hijo castigado una pintura de Jean-Baptiste Greutze (que en la novela se llama La muerte del justo), que está colgada en la biblioteca de la mansión donde el baile se lleva a cabo, su rostro se torna más triste y taciturno. Sentimos nosotros también ese luto, pues el Príncipe parece que se viera en un espejo: es el final -debe pensar- pero antes del último momento hay todavía un glorioso canto del cisne, un vals con Angélica que es un reverdecer momentáneo, un triunfo postrero antes de la caída. Él se siente ahí de nuevo joven, fuerte, atractivo, un bello gatopardo capaz de defender sus territorios de las hienas que lo rodeaban. Mientras bailan todos los observan, con una mezcla de arrobamiento, admiración y respeto.
Están ahí -tomados de la mano y girando con gracia sobre el piso del salón al compás de un vals de Verdi- dos instantes de la vida de Italia, dos generaciones opuestas, dos maneras de entender el mundo. Uno está en el ocaso, en el invierno de una existencia, mientras ella vive la más esplendorosa de las primaveras. El candor y la ignorancia de la juventud le impiden ver las trampas del futuro. No importa. Ya habrá tiempo para desilusiones. La novela de Tomasi di Lampedusa las incluye al final, cuando avanza en el tiempo y nos enteramos que los mejores momentos de la vida conyugal de Tancredo y Angélica son estos, los de la juventud, y que les esperan tormentas. Pero Visconti no quiso narrarlas. ¿Para qué? Él sabe que todo decae. Por eso se deleita en su actual encanto juvenil, en su sensualidad, en el aroma enamoradizo que emana y que es el contrapunto perfecto para la decadencia otoñal del Príncipe. El baile se ha terminado. Ahora el amanecer llega y él sabe que no le queda más tiempo. Cae pesadamente el telón. Esta vez para siempre.
Referencias:
1. Henry Bacon, Visconti, Explorations of Beauty and Decay. Cambridge University Press, 2008. Pág. 83
2. Gaia Servadio, LuchinoVisconti. Ultramar Editores, Barcelona. 1ª Ed., 1986. Págs. 212-213
3. Claretta Tonetti, Luchino Visconti. Columbus Books, Londres. 1ª Ed, 1987. Pág. 98
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 92 (Medellín, vol. 20, 2010), págs. 109-114
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2010