Callada elocuencia de una película perfecta: Luces de la ciudad, de Charles Chaplin

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¿Por qué me he rehusado a hablar en Luces de la ciudad? Pienso que la pregunta debería ser, ¿Por qué debería yo hablar?
-Charles Chaplin

Al momento del estreno de Luces de la ciudad (City Lights, 1931) el cine sonoro ya era un hecho incontrovertible y no una moda pasajera, voluble y costosa como al principio se pensó. Grandes cambios técnicos, de estructura narrativa y de reparto se habían producido tras la irrupción de la voz, la música y los ruidos en el celuloide y quienes no se adaptaban a esta nueva tendencia eran poco a poco excluidos y olvidados por un medio que devoraba a sus hijos más débiles. Para finales de 1929 ya 8.000 teatros en Estados Unidos estaban acondicionados para proyectar filmes sonoros.

Algunos se resistían tozudamente al cine sonoro y claro, Charles Chaplin era uno de ellos, tras casi veinte años a la vanguardia de la comedia muda. El paso al cine sonoro era una especie de traición al credo gestual que profesaba en sus películas y Chaplin aplazaba arriesgadamente esta decisión a sabiendas que el gusto del publico podía darle la espalda con rapidez sino le ofrecía lo que todos los demás ya le estaban dando.

Luces de la ciudad (City Lights, 1931)

Luces de la ciudad (City Lights, 1931)

Afortunadamente su talento parecía amortiguar las presiones de productores, críticos y espectadores y sus películas seguían exhibiéndose sin ningún sobresalto. Como lo decía en su autobiografía: “Yo estaba decidido a continuar haciendo películas silentes, pues creía que había espacio para todos los tipos de entretenimiento. Además, yo era un mimo y en ese medio, era único y, sin falsa modestia, un maestro. Así que continué con la producción de otra película muda, Luces de la ciudad“. Voces a su alrededor parecían augurar el fin de su carrera, pero Chaplin estaba decidido a hacer este filme.

El origen de la película surgió de imbricar dos relatos. Uno, de un payaso que luego de un accidente en el circo queda ciego y trata de impedir que su hija enferma y nerviosa, se entere del hecho. Y otro, el de dos millonarios que recogen un vagabundo de la calle y lo llevan durante una noche a una juerga de vino y mujeres, y completamente ebrio lo dejan de nuevo en el asfalto, para que al despertar piense que todo ha sido un sueño. Tomando elementos de ambas historias, Chaplin crea una donde su personaje vagabundo conoce a una florista ciega y a un millonario borracho, interpretado por Harry Myers. La primera piensa que es un benefactor generoso y boyante, y el segundo sólo lo reconoce cuando tiene varias botellas de licor entre pecho y espalda. Su contacto con el millonario no sólo impide que este se suicide, sino además le permite aparentar ante la chica una situación económica que no es la suya y ayudarla a superar su invidencia.

Luces de la ciudad (City Lights, 1931)

Luces de la ciudad (City Lights, 1931)

No fue fácil convencer a los productores de United Artists ni reunir el reparto, pues ya muchos actores habían olvidado como representar sus sensaciones, sus planes y sus deseos con actos y no exclusivamente con su voz. Y además no aparecía la chica adecuada para representar a la protagonista ciega. A Virginia Cherrill la vino a encontrar Chaplin por casualidad mientras recorría una playa de Santa Mónica donde se filmaba una película. La chica lo vio y como ya se conocían antes, le pidió tenerla en cuenta para algún trabajo juntos. No hubo necesidad de buscar más, pese a que el hecho de ser novata jugó aquí en su contra, pues nunca se llevaron bien. El 27 de diciembre de 1928 empezaría un rodaje de dos años y a un costo de cerca de dos millones de dólares. Incluso durante la filmación ocurrió la caída de la bolsa de valores de Wall Street, que sumió a Estados Unidos en una gran depresión económica, pero Chaplin -con ojo avizor- había vendido previamente todas sus acciones, salvando su fortuna.

El propio director fue también aquí actor, guionista, productor, montajista y además, compuso para esta cinta una elegante banda sonora, pues ya que el sonido había llegado, su película tendría música y ruidos que sirvieran de efectos cómicos. Carecía sólo de diálogo. Tras una ardua labor, dificultada aún más por su enorme perfeccionismo que le hacía repetir una y otra vez escenas aparentemente perfectas, la película estuvo lista en el otoño de 1930.

Luces de la ciudad (City Lights, 1931)

Luces de la ciudad (City Lights, 1931)

Empezaba ahora el enorme y confesado temor de saber cómo respondería el público. Sin previo aviso, la cinta tuvo un preestreno en un cine del centro de Los Ángeles. Con el teatro a medio llenar, la reacción fue mixta: hubo risas, pero también algunas deserciones. Preso de ansiedad, Chaplin asiste al estreno oficial en un teatro que se inauguraba apenas -Los Angeles Theatre, un verdadero palacio con capacidad para 2000 personas- el 30 de enero de ese año. Albert Einstein y su esposa asistieron a la función y ellos, la aristocracia de Hollywood (Cecil B. DeMille, John Barrymore, Jack Warner; Marion Davies, Gloria Swanson) y el público del común compartieron por igual una experiencia gloriosa. Ante sus ojos, el eterno vagabundo los hacía reír y llorar, compadecerse y gozar en un filme emocionante, divertido y conmovedor como pocos. Durante ese estreno ocurrió algo absolutamente inesperado: en medio de la función, el gerente del teatro -H.L. Gumbiner- detuvo la proyección para hablar de las ventajas de este nuevo recinto. Chaplin casi se enloquece de la ira al ver su filme interrumpido y exigió furioso -y con el, el público- que la función se reanudara, tal como ocurrió.

Cuatro días después se estrenaría en New York, donde permanecería en exhibición ininterrumpida durante doce semanas, con una ganancia neta de cuatrocientos mil dólares. El resto del mundo aguardaba impaciente. Pasarían cinco años antes que Chaplin volviera a filmar de nuevo y esa vez, con Tiempos modernos todavía muda, el vagabundo se marcharía para siempre. Luces de la ciudad obtendría cinco millones de dólares en taquilla durante su temporada inicial.

Albert Einstein y Chaplin durante la premiere en Los Ángeles el 30 de enero de 1931

Albert Einstein y Chaplin durante la premiere en Los Ángeles el 30 de enero de 1931

Sin duda, y en esto hay unanimidad entre público y crítica, Chaplin creó con Luces de la ciudad una película perfecta. En sus ochenta y seis minutos de duración hay espacio cómodo para la comedia más hilarante e inteligente y también para la pena y el dolor más agudos. Presintiendo que seria el canto de cisne del cine como lo había conocido, el director elabora un filme con la intención clara de hacerlo inmortal e inolvidable, para legarlo al mundo como símbolo de un arte complejo, que había sucumbido a la voz. El cine sonoro era ya otra cosa, menos universal, menos imaginativa, menos elaborada

Sus imágenes son ya eternas: el vagabundo en la estatua, el accidentado rescate del millonario, el encuentro con la chica ciega, las fiestas de alta sociedad, las vicisitudes de su labor barriendo calles, la pelea de boxeo más cómica jamás filmada y un largo etcétera de genialidad y magia. Hay sin embargo una escena antológica que es la más hermosa de este filme y probablemente de toda su filmografía. Siempre se ha dicho que el cine de Chaplin produce una mezcla encontrada de sensaciones, que allí podemos pasar, como sin damos cuenta, de la alegría a la tristeza, regocijándonos y conmoviéndonos hasta el fondo del alma, sin sentirnos manipulados o presionados: el embrujo de sus imágenes logra sin dificultad que nuestro corazón palpite aprisa emocionado.

El rostro de Chaplin en la escena final de Luces de la ciudad (1931)

El rostro de Chaplin en la escena final de Luces de la ciudad (1931)

Cuando Luces de la ciudad está por concluir, nuestro vagabundo ha salido de prisión y vuelve a ver a su amiga florista. Entre los dos hay un encuentro revelador, muy breve, casi sin palabras, pero de una elocuencia espiritual que nos estremece abochornados. Es una mezcla de desilusión, de dolor inmenso, de esperanza, de alegría, de pesar ante lo que no podemos ocultar, de dudas, de amargura. Temblamos ante el poder perturbador del amor y nos condolemos ante un manojo de ilusiones hechas polvo. Un primer plano de su rostro es lo último que vemos en este filme y en su expresión embelesada se vislumbran jirones de un alma golpeada pero todavía anhelante. El gran crítico de cine James Agee escribió sobre esa escena que “verla es suficiente para que el corazón se marchite, es la pieza más grande de actuación y el momento más alto del cine”. El mismo Chaplin estuvo siempre orgulloso de esa escena. Recordaba que tenía “la hermosa sensación de no estar actuando, de estar de pie fuera de mí mismo. La clave era la correcta – estar ligeramente abochornado, encantado de encontrarla a ella de nuevo- arrepentido sin ponerse emocional. Él miraba y se preguntaba sin esfuerzo alguno. Es uno de los insertos -yo les llamo insertos a los primeros planos- más puros que he hecho alguna vez”.

La película concluye y todavía no nos damos cuenta. Hemos viajado al alma de un artista inmenso y necesitamos un momento para reponemos. Después una leve sonrisa nos recorre. Y volvemos a ser nosotros mismos, pero no, quizás después de ver Luces de la ciudad ya no somos iguales, acaso un poco más dignos, más humanos.

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