Max Ophüls: Vivir por amor al arte… de amar

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De él dijo Sir Peter Ustinov que “fue el más introspectivo de los directores, un relojero sin otra ambición distinta a hacer el reloj más pequeño del mundo, para -en un súbito rapto de perversidad- proceder a colocarlo en la torre de una catedral”. La definición no podía ser más precisa. Max Ophüls construyó con su cine una catedral ornada no sólo de relojes, sino de los detalles formales más suntuosos a su alcance. Toda su obra es estilo, es atmósfera, es precisión técnica llevada al extremo y puesta al servicio del único tema que pareció interesarle: las dolorosas y contradictorias tribulaciones del corazón enamorado.

Bautizado como Max Oppenheimer, nació en 1902 en la ciudad alemana de Sarrebrück -en el debatido territorio entre Francia y Alemania- en medio de una familia judía burguesa dedicada a la actividad comercial. Sin interés en asumir el negocio familiar, emprende una carrera en el mundo del teatro, primero como crítico y actor -debiendo cambiarse el apellido para evitar el escarnio familiar- y luego como director, durante más de una década. Sus adaptaciones de Bernard-Shaw, Verdi, Molière y Schiller recorrieron el país, en un periodo de aprendizaje de las técnicas de dramaturgia que aplicaría posteriormente a la hora de filmar. En Viena, donde fue invitado a dirigir el famoso Burgtheater, se casó con la actriz Hilde Hall, quién sería la madre de su único hijo, el afamado documentalista Marcel Ophüls.

La novia trocada (Die verkaufte Braut, 1932)

Llegaría al cine en los albores de las películas sonoras, al parecer no en busca de las bondades del séptimo arte, sino de los favores de una actriz de la que se había enamorado y a quién sigue hasta Berlín. Contratado por la empresa cinematográfica estatal UFA para dirigir los parlamentos de una cinta de Anatole Litvak, poco a poco se va involucrando en la actividad fílmica. Sus primeras películas alemanes fueron La novia trocada (Die verkaufte Braut, 1932), adaptación -con un lenguaje enteramente cinematográfico- de una opera de Smetana, y Liebelei (1933), a partir de un drama de Arthur Schnitzler, sobre los claroscuros de la vida de una pareja en Viena a principios de siglo. El progresivo ascenso del nacional socialismo en su país lo obliga, tras el incendio de la Reichstag, a emigrar a Francia en 1933, donde -a pesar de las dificultades para su adaptación- se nacionaliza cinco años después, tras breves incursiones laborales en Italia, Holanda y Rusia. De ese periodo son, entre otras, las interesantes La signora du tutti (1934), rodada en Italia, Divine (1935), Yoshiwara (1937) y Le roman du jeune Werther (1938).

Liebelei (1933)

En julio de 1940, tras la caída del país en manos nazis, debe exiliarse por segunda vez, primero en Suiza -país del que es expulsado y donde deja inconclusa una película, una adaptación de L´ecole des femmes– y después en Los Estados Unidos. Ophüls llega a un Hollywood cuyo sistema de producción no comprende y en el que no logra encontrar empleo. De ahí que sólo sea en 1947 cuando empieza a filmar de nuevo, gracias al interés de Preston Sturges, en ese momento el más importante de los directores del género conocido como screwball comedy. Sin embargo, un proyecto inicial para la R.K.O. –Vendetta, estelarizada por Faith Domergue- se va por la borda debido a desavenencias con el propio Sturges y con el todo poderoso productor Howard Hughes. Para otros estudios dirige en ese periodo, y con el nombre de Max Opuls, La conquista de un reino (The Exile, 1947), Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948) -según la novela homónima del austríaco Stefan Zweig-, Atrapados (Caught, 1949) y Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949); siendo, los dos últimos, ejemplos académicos de film noir protagonizados ambos por James Mason. Sin embargo, como muchos directores de su generación, encontró que el studio system de Hollywood era un ente represivo, donde los proyectos se abandonaban con facilidad y donde había muy poca paciencia reservada para la integridad artística.

Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948)

Ophüls retornó a Francia donde al fin es libre de expresar su genialidad con La Ronde (1950), de nuevo a partir de Schnitzler, Le plaisir (1952) -según tres cuentos de Guy de Maupassant; y Madame de… (1953). En estos filmes Ophüls logra un balance perfecto entre lo clásico y lo barroco para traernos su visión de la condición humana, que es capaz de ir de la tragedia más profunda hasta lo más dolorosamente superficial. Su carrera terminó de manera prematura con Lola Montès (1955), una obra maestra de asombrosa audacia formal, filmada en CinemaScope y con unos recursos técnicos y financieros jamás soñados, pero que fue -tan adelantada estaba a su tiempo- un absoluto fracaso de taquilla al momento de su estreno; de ahí que los productores la mutilaron sin piedad para hacerla -desde su mediocre óptica- más accesible al público.

Max Ophüls, 1902-1957

Max Ophüls moriría dos años más tarde, en Hamburgo, víctima de una enfermedad valvular cardíaca de origen reumático, que al parecer adquirió mientras preparaba el montaje teatral de Las bodas de Figaro, a cuyo estreno en el teatro Schauspiel no alcanzó – desafortunadamente- a asistir, ya en su lecho de enfermo. En el tintero quedaba una película, Modigliani con la que tenía la esperanza de poder alcanzar una anhelada independencia económica, seguida después por la libertad creativa que no siempre logró en vida. Caía el telón. Y, tristemente, llegaba el olvido.

Los destinos sentimentales
Max Ophüls fue uno de los artistas que engrosó la lista de exiliados europeos en Hollywood que nutrieron el cine norteamericano durante tres décadas de esplendor, entre 1930 y 1960. Se unió a una nomina brillante que integraron Fred Zinnemann, Billy Wilder, Fritz Lang y Otto Preminger -entre muchos otros-, y que llenaron con sus aportes personales los vacíos técnicos y narrativos de una empresa que desde su nacimiento tuvo visos tanto industriales como artísticos. Sin embargo, el ritmo de vida y la consecuente manera de hacer cine en Los Estados Unidos no eran factores a los que todos se acostumbraban con facilidad. En el mejor de los casos la identidad europea del realizador era absorbida por el sistema norteamericano y sólo algunos detalles formales y narrativos podían distinguirlos de los directores nacidos en América. Para Max Ophüls esta transición nunca fue posible y por eso su estadía allí fue infeliz y breve.

Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948)

Su cine no sólo transpiraba su origen europeo –Carta de una desconocida desdice de sus orígenes californianos para llevarnos a la Viena romántica con la que Ophüls siempre soñó- sino que su temática jamás dejó de ser la misma, así dirigiera cine en Berlín, Los Ángeles o París. Desde Liebelei hasta Lola Montès sus películas no tuvieron protagonistas: tuvieron prisioneros. Si, no se sorprendan. Allí habitaban los cautivos de una pasión amorosa que intentaron -confundidos- sofocar y aplacar con el deseo, con el mero placer físico, sin llegar nunca por ese camino más que a la soledad y al vacío. Ophüls centra su mirada -a la vez romántica y pesimista- en la mujer. A ellas hace centro, con ellas construye su intrincado universo narrativo.

Anatomista de los sentimientos femeninos, el director se atreve a sumergirse en las profundidades inexploradas del corazón de la mujer, para contarnos historias repletas de pasión, ilusiones, seducción, entregas, sacrificios, desencantos y traiciones. Una mujer casada temblando de deseo, una joven enamorada de un hombre que pasa toda su vida ignorándola, una prostituta que busca compañía, una ama de casa interesada en el hombre que está chantajeando a su hija, la amante de un rey que debe ahora pagar con la humillación por el placer que dio y recibió. Ophüls fue el creador de momentos inolvidables que dieron forma visual a algo aparentemente inaferrable: la permanencia de los sentimientos, enfrentada a la transitoriedad del existir.

El placer (Le plaisir, 1952)

Por encima de cualquier lazo moral o social, sus personajes se entregan, libérrimas y ciegas, al mandato de sus sentimientos, sin darse cuenta que son marionetas en un universo masculino que las subyuga y las despierta con dureza de su sueño de amor. Convertidas en objeto del deseo masculino, primero son buscadas con anhelo, luego disfrutadas con pasión y después abandonadas sin ningún recato. Fluctuando siempre entre la ilusión y la decepción, las mujeres del cine de Ophüls se saben condenadas, pero prefieren arriesgarlo todo por unos instantes precarios de felicidad, a quedarse rumiando una vida burguesa, tan predecible y aburrida, como intachable y virtuosa.

Viviendo por amor al arte de amar -como bien dice alguien en La ronde– estas mujeres caen permanentemente. Ophüls les permite levantarse, pero no las perdona. Preso él mismo de las convenciones sociales que permitían muy pocas libertades a las mujeres, prefiere entonces no juzgarlas, pero si hacerles pagar por sus actos. La soledad, el engaño y la muerte las aguardan, víctimas inermes de sus propios sentimientos. Pero no sólo son utilizadas por sus compañeros de escena. El principal titiritero es -claro está- el director, el único capaz de ejercer aquí enteramente su libertad.

El placer (Le plaisir, 1952)

Jugando permanentemente con una meta narración y acercándose al teatro de Pirandello, su cine tiene claro que es un artificio de ficción, una puesta en escena donde un narrador omnisciente nos muestra una realidad de la que Ophüls se ha encargado de distanciarnos. Sabemos de antemano que lo que vamos a ver no es un documental, ni un pedazo de la vida real. Lo que tenemos enfrente es una narración fabulada, por lo general situada en la Viena de principios del siglo XX, un relato de estructura episódica y circular que sólo obedece a los designios caprichosos de su relator. El alter ego más claro del director es el maestro de ceremonias de La ronde, un personaje con todas las licencias para manipular los destinos sentimentales de los protagonistas, incapaces de revelarse o de escapar a lo que ya se les ha predestinado.

La cámara opulenta de Max Ophüls
Leamos a Stanley Kubrick hablando de sus directores preferidos: “Por encima de todos yo pondría a Max Ophüls, quien para mi tenia todas las cualidades posibles. Poseía un excepcional instinto para olfatear buenos temas y extraía lo mejor de ellos. También era un maravilloso director de actores”. La admiración de Kubrick así mismo incluye el trabajo fotográfico: “Su cámara podía atravesar las paredes” -anotaba el desaparecido director norteamericano. Estos elogios no son gratuitos, provienen de un formalista consumado hacia su maestro absoluto en esas lides. Si bien muchos discuten la validez de los temas que Ophüls eligió para su cine, por el contrario todos están de acuerdo en admirar el tratamiento estético que sus filmes recibieron.

La ronda (La Ronde, 1950)

Su cine es la concreción de la elegancia formal a toda prueba. Las abigarradas puestas escenas desplegadas en cada una de sus películas están llenas de un sin fin de detalles que sólo manos muy sensibles serían capaces de brindar. Un puntilloso gusto por reflejar la gloria barroquista de la Europa de principios del siglo XX se deja ver en cada habitación, cada rincón, cada pared. Cuadros, mesas, sillas, retratos, camas, relojes, espejos, puertas, armarios, candelabros, estatuas, cortinas… todos puestos allí para ser admirados, pero también para tener peso, para darle unidad y sello de autor a estas películas que tuvieron siempre un entorno europeo. Y que decir de los vestuarios, perfecta reconstrucción casi antropológica de los hábitos y costumbres que imponían los modistos en esas épocas y que sirvieron aquí para resaltar el garbo y la belleza de sus actrices, ejemplificadas en el señorío y la sensualidad de Joan Fontaine, Simone Signoret, Isa Miranda, Danielle Derrieux y, claro, Martine Carol.

Madame de… (1953)

Pero todo esto sería un despliegue de virtudes formales relativamente banales, sino estuviera bendecido por un trabajo de cámaras al que el adjetivo de glorioso le queda casi corto. Aunque rodando en distintos países y con condiciones muy diferentes, Ophüls fue capaz de transmitir sus ideas visuales a directores de fotografía tan distintos como Franz Planner, Philippe Agostini y al virtuoso Christian Matras, quien se había consagrado ya al filmar para Renoir La gran ilusión (La grande illusion, 1937). Con Matras fue capaz de lograr que la cámara no se moviera sino que se deslizara -felina y fluida- por todos los suntuosos decorados, logrando tracking shots imposibles que atravesaban paredes, muros y puertas sin solución de continuidad alguna. Sus películas son una amalgama feliz de trucos técnicos, efectos ópticos, crane shots, planos secuencia, giros de trescientos sesenta grados y transiciones temporales y espaciales logradas sólo con medios visuales. Nada estuvo fuera del alcance de su cámara fisgona: no había rincón o rostro sin explorar, pared que trepar, ventana que asomarse o escalera que descender.

Lola Montès (1955)

Fue Truffaut quien descubrió el sentido de todo esto, al expresar que Ophüls “no era el virtuoso o el esteta o el cineasta decorativo que se le ha llamado. Él no hacía diez u once tomas con un solo barrido de la cámara meramente para lucir bien, ni para eso hacia correr su cámara arriba y abajo de escaleras, a lo largo de las fachadas, sobre plataformas de ferrocarril o a través de los arbustos. Como su amigo Jean Renoir, Ophüls siempre sacrificó la técnica por el actor”. La mujer pasa a ser objeto, ya no de deseo masculino simplemente, sino de la mirada de la cámara. En ella se explaya, en sus formas se anida.

Ophüls es un sensualista consumado, el amor que tenía por sus personajes lo desborda, llámense bien sea -miren su gusto hasta por los más mínimos detalles- Lisa, Leocadie, Louise, Lucia o Lola. El acendrado humanismo de su obra justifica y da sentido a su embeleso formal. “¿Dónde llegaría la gente como nosotros si no pudiéramos entusiasmarnos?” -se preguntaba él mismo tras el estreno de Madame de… .

Cuando no es posible el olvido
La incomprensión que experimento Lola Montès entre el público y la crítica, seguida de la muerte de su director y la irrupción de nuevas vanguardias cinematográficas, que veían como sospechosas las obras clásicas provenientes de fuentes literarias y apegadas a guiones muy estructurados, sumieron en el olvido y en el desdén a la obra de Max Ophüls.

Lola Montès (1955)

Muchos años pasaron, pero afortunadamente una reevaluación de los conceptos del clasicismo cinematográfico ha puesto lentamente a Max Ophüls en el sitial de honor que le corresponde. Retrospectivas de su obra en diversos festivales han permitido que los espectadores se acerquen de nuevo -o por primera vez- a su cine para admirarlo y para rendirle justo tributo a un hombre que antepuso siempre sus necesidades como autor, a las necedades de los productores de turno.

Durante décadas, los críticos sólo vieron la brillante superficie de su cine, catalogando su obra como plena de artificios vacíos. Es cierto, desde lejos sólo se ve el elaborado dibujo de un grupo social decadente y frívolo. Pero Max Ophüls sabia que la sociedad que estaba retratando -en toda su pompa y circunstancia- era sólo una capa delgada y frágil y que, detrás de ella, había toda una procesión de corazones latiendo desesperados y asfixiados.

Publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia no. 270 (Medellín, octubre-diciembre/2002), p. 129-134
©Editorial Universidad de Antioquia, 2002

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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