Megalópolis, de Francis Ford Coppola
“El fin de la raza humana será que eventualmente morirá de civilización”, dice el arquitecto Cesar Catilina (Adam Driver) citando a Ralph Waldo Emerson, como si fuera una profecía, en una de las secuencias de Megalópolis (2024), un filme –una fábula, nos advierten desde su subtítulo- ambientado en Nueva Roma, otra forma de que tiene Coppola de llamar a la Nueva York de hoy. Todos los personajes tienen un nombre que evoca al imperio romano: el alcalde se llama Frank Cicero (Giancarlo Esposito), el gran magnate y tío de Cesar es Hamilton Crassus III (Jon Voight) y el antagonista es su primo Clodio Pulcher (Shia LaBeouf). Están maquillados y visten túnicas, capas y atuendos que evocan esa era, cuando no la recrean directamente. La película equipara el imperio americano de hoy con el imperio romano: las desenfrenadas fiestas de música electrónica en las que participa la hija del alcalde, Julia (Nathalie Emmanuel), se pueden comparar con los bacanales romanos, y las intrigas políticas que se mueven alrededor del alcalde y su séquito de funcionarios, con las que se vivían en el senado romano rodeado de conspiradores.
Cesar Catilina no es un nombre subrogado para el protagonista de la conjura política fraguada por Lucio Sergio Catilina en el año 63 antes de Cristo. A ese suceso histórico no hace referencia la película. Catilina es un arquitecto y premio Nobel que descubrió un biomaterial llamado megalón, que le permite no solo moldear estructuras arquitectónicas ecológicas, sostenibles y de beneficio comunitario, sino que le permite detener el tiempo, parar todo a su alrededor. Catilina dirige la “autoridad de diseño” de la ciudad (una especie de oficina de planeación), pero sus planes de hacer de Nueva Roma una metrópolis que no solo sirva a los intereses de los patricios se estrellan contra su propia personalidad autodestructiva y megalomaniaca (he ahí a Coppola retratándose) y contra la codicia de unos pocos poderosos y las decisiones gubernamentales miopes que no quieren abrazar la utopía urbanística que él les propone. Va a contar con la ayuda de la hija del alcalde, que se convierte en su interés romántico y le ayuda a derrumbar complots en su contra.
Todo esto está contado con un estilo extravagante, mezcla del egocentrismo narrativo –tan excluyente, tan críptico- de Leos Carax con la ruina moral que exhibió Fellini en su Satiricón (1969), con todo y Madison Square Garden convertido en Coliseo romano, con la virginidad de una vestal sometida a subasta. Megalópolis, además, está demasiado segura de su importancia, de ahí que los personajes citen a Shakespeare, a Rousseau, a Marco Aurelio y a otros pensadores y literatos para apuntalar sus ideas y sus tesis sobre el presente y el futuro de la humanidad, en una mezcla confusa de discursos, soliloquios y declaraciones grandilocuentes destinadas a ser grabadas en piedra para beneficio de las generaciones posteriores. Incluso durante la premier en Cannes y cuando transcurría una hora y veintidós minutos del metraje la pantalla se hace pequeña y Cesar Catilina responde una pregunta que le hace un periodista “espontaneo” entre el público (en las funciones normales la pregunta la hace una voz en off), rompiendo “la cuarta pared”. La respuesta de César concluye afirmando que “Pero tenemos la obligación de hacernos preguntas unos a otros. ¿Qué podemos hacer? ¿Es esta sociedad, es esta forma en que vivimos, la única que está a nuestro alcance? Y cuando nos hacemos estas preguntas, cuando hay un diálogo sobre ellas: eso es básicamente una utopía”. De este tipo de mensajes está llena Megalópolis.
Coppola ya no le debe nada a nadie. Ese filme es suyo por completo, esta es su visión, su mirada sobre el estado de las cosas en su país natal, políticos populistas de derecha incluidos. Fábula extravagante y llena de elementos superpuestos que no necesariamente encajan unos con otros y que más bien se repelen, Megalópolis es una película conceptual que ante todo es un canto optimista sobre el futuro de la humanidad, de las artes, del cine. Un compromiso de hermandad que puede sonar incluso ingenuo en estos tiempos tan desalmados. A Coppola el éxito o el fracaso de taquilla lo tiene sin cuidado. Lo importante para él es poder plasmar en imágenes un proyecto que durante más de cuarenta años estuvo en su cabeza y que ahora nos propone como testamento.
Este articulo será publicado completo con el título “Coppola: Una marca registrada” en la revista Kinetoscopio no. 136 (Medellín, Vol 33, 2024)
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