Sé un jedi: Primer año, de Thomas Lilti
El médico y director de cine francés Thomas Lilti presenta en Primer año (Première année, 2018) la tercera parte de un trilogía no cronológica y no biográfica sobre el hecho de ser médico. Primero fue Hippocrate (2014), sobre las vivencias de un interno en un hospital, luego vino En un lugar de Francia (Médecin de champagne, 2016) a propósito del ejercicio de la medicina en un ámbito rural, y ahora en Primer año –estrenada en España como Mentes brillantes– se nos describe lo que implica acceder a un cupo para estudiar medicina.
Cada país y cada universidad tienen sus propios procesos de admisión y el francés parece –por lo que vemos en el filme- incluir unos cursos formales de ciencias básicas que son obligatorios y comunes para todas las profesiones del área de la salud (PACES: première année commune aux études de santé), tras los cuales se presenta un examen y se escoge la carrera (medicina, odontología, farmacia, fisioterapia, etc.) según el puntaje obtenido en la prueba. Para medicina en la Universidad Paris Descartes –la que Primer año nos muestra- hay 329 cupos. O sea que si damos por hecho que la mayoría de los aspirantes van a escoger esa carrera, una persona que quede, por ejemplo, en el puesto 350 de 2500, casi que puede estar seguro que ya todos los cupos para medicina estarán completos cuando a él o ella le toque el turno de elegir.
Así las cosas, la presión y la exigencia para ocupar esos primeros 329 cupos obligan a una exigencia física y mental abrumadoras, a veces más allá de los límites de la lógica y la cordura. ¿Por qué ese afán por ser médicos? Entre las profesiones tradicionales es la carrera más larga y la más exigente, pero así mismo sigue siendo la más codiciada. Ser médico continúa siendo una fuente y un motivo de orgullo personal, y el médico conserva aún un estatus profesional y social elevado, sin mencionar que es poseedor del arte (y del secreto) de preservar y curar vidas. Suyos son la intimidad y las revelaciones de su paciente, y por ende tiene frente a él un poder y una responsabilidad de la que no puede ser ajeno.
Los protagonistas de Primer año, Antonie (Vincent Lacoste) y Benjamín (William Lebghil) representan dos concepciones diferentes frente a lo que aspiran. El primero se presenta por tercera vez y lo hará las veces que sea necesario, es un joven que vive en un suburbio y hace parte de una familia de clase media; mientras Benjamín apenas se presenta por primera vez a la universidad, viene de un hogar acomodado, posee un entorno intelectualmente alto y es hijo y hermano de médicos: prácticamente tiene el camino allanado a la medicina por sus antecedentes y por cierta “tradición” endogámica que facilita las cosas para aquellos que ya tienen familiares y contactos en ese mundo profesional. El director Thomas Lilti y su película son conscientes de ese contraste y a partir de ahí se construye un drama que tiene como centro la amistad entre ambos y la diferencia entre sus aspiraciones.
Antonie representa la pasión, la sed que no conoce alternativas, la voluntad sin límites por alcanzar una meta vocacional que él ve como único camino. Benjamín es académicamente brillante y encuentra en la medicina una forma de reto intelectual a la altura de sus capacidades, amén de tener encima el peso de una tradición familiar que casi que lo arrastra ciegamente hacia la facultad de medicina. Ambos se conocen en las aulas y deciden aunar fuerzas para estudiar para el definitivo examen de admisión.
Lo que veremos es casi que la preparación de un deportista de alto rendimiento para un campeonato de gran importancia: horas sin fin de dedicación, esfuerzo mental más allá de lo razonable, ejercicios, talleres, simulacros, técnicas de mnemotecnia, momentos de esperanza y fe, signos de agotamiento y resquebrajamiento… en nuestro medio esta demostración de fortaleza mental y de resiliencia individual es más comparable a lo que se vive una vez se es admitido y hay que enfrentar los compromisos adquiridos con una carrera que no admite titubeos y que no tiene compasión con los menos fuertes. La exigencia sigue siendo la misma, antes como ahora. Las horas invertidas entre las clases, los libros, los documentos, los talleres, los laboratorios y las prácticas superan los de cualquier otra profesión. Vistas en la película esas jornadas se antojan ridículamente imposibles, pero solo quien las vivió puede dar fe de que Primer año no exageró el nivel de dedicación exigido. Lástima que la película dejara de lado cualquier otro aspecto de la vida de ambos y dejara en el anonimato del decorado a la mayoría de los demás personajes.
El desenlace del filme –que no voy a revelar- parece consecuente con la íntima voluntad de Antonie y Benjamín, pero se me antoja más idílico e idealista de lo que concibo. Pero ese no es un problema intrínseco de Primer año, en mi caso es algo subjetivo. Cuando una película trata sobre tu profesión, eso te cuestiona más a fondo y te plantea interrogantes que otros filmes no generan. Y de repente el sacrificio personal de las aspiraciones de alguien ya no te parece heroico, sino en vano.
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.