Queer, de Luca Guadagnino

“Lo que lee buscaba en toda relación era la sensación de contacto”, escribe William Burroughs en su novela Queer, escrita por él en 1952 durante su estancia en México, pero solo publicada en 1985, cuando ya contaba con 71 años y una estatura literaria que lo ponía más allá del bien y del mal. Relatando ahí de forma autobiográfica su adicción a los opioides y su homosexualidad, la novela fue una válvula de escape para la tragedia: ocho meses antes de empezar a escribirla, Burroughs mató a su esposa Joan Vollmer con un tiro en la cabeza jugando a imitar a Guillermo Tell, pero con un vaso de whisky en vez de una manzana. Publicarla en esa época como continuación de su primera novela, Yonqui, hubiera sido peligroso y ya William Burroughs tenía suficientes problemas legales como para sumar uno más.

Queer nos trae como protagonista al alter ego del escritor, William Lee, un estadounidense expatriado a Ciudad de México, donde pasa sus días en una suerte de nebulosa alcohólica y narcótica, relacionándose con otros connacionales, la mayoría jóvenes, a los que busca conquistar, no con mucho éxito. Buscaba afanosamente una relación cercana, en la misma longitud de onda emocional, y eso parece haberlo encontrado en Eugene Allerton, un muchacho “de rostro ambiguo, muy joven, bien parecido y juvenil, que daba la sensación de estar maquillado: delicado y exótico y oriental”, según nos relata la novela. Adaptar al cine la obra de la generación Beat, de la que Burroughs fue uno de sus exponentes, no ha sido nunca tarea fácil ni exitosa, y ahora el italiano Luca Guadagnino lo intenta con su versión de Queer (2024), que debutó en el Festival de cine de Venecia.

Daniel Craig, en un rol que desafía la imagen que dejó al interpretar a James Bond, encarna con convicción a William Lee en su diurna y autodestructiva duermevela, donde no parece distinguir lo real de lo imaginado, borrando gracias al alcohol y a la heroína, cualquier asomo de contacto con una realidad huidiza, que para él solo consiste en buscar satisfacer su sed pasional en el cuerpo de otros hombres. Nunca en el filme lo vemos escribir ni dedicarse a algo diferente a visitar bares y tabernas, mientras con la mirada trata de detectar quien comparte con él su homosexualidad. Encontrar a Eugene (el actor estadounidense Drew Starkey) es para él un motivo de fascinación, pero a su vez de una frustración constante: este joven se le resiste, ese “rostro ambiguo” que describía la novela, es ambiguo también frente a sus intenciones para con Lee. Huidizo y manipulador, sabe el efecto que produce sobre Lee y va a aprovecharse de ello. Ahora él es quien tiene el control y se lo hace saber con su actitud despectiva, como si por momentos fuera invisible para él.

“El silencio se filtró en el cuerpo de Lee y su cara se aflojó y se volvió inexpresiva. Eso produjo un efecto curiosamente espectral, como si se hubiera vuelto transparente”, escribe William Burroughs en la novela y eso en la película se traduce no solo en la invisibilidad figurada que la actitud de Eugene provoca en Lee, sino en la sensación (y la mención) constante a la incorporeidad, a la desaparición de un cuerpo ignorado por su objeto de deseo o por los efectos de la heroína. Ambos van a cine a ver a Orfeo (1950), de Jean Cocteau, y en la escena que nos muestran de dicho filme, el protagonista está frente a un espejo y dice que ahí ve a “un hombre infeliz” para después entrar a ese espejo como si fuera un portal. Y hablando de portales, Lee y Eugene van a internarse posteriormente en la amazonia ecuatoriana (en realidad Burroughs estuvo en Colombia) en búsqueda del yagé, para constatar de primera mano sus supuestas propiedades telepáticas. Ahí le advierten a Lee que el yagé no es un portal, sino un espejo. En el “viaje” que beberlo les provoca hay un momento en el que el cuerpo de cada uno desaparece momentáneamente a los ojos del otro, pero paradójicamente es durante esta experiencia alucinatoria el único momento en el que una fusión corporal de Lee con Eugene alcanza su máximo potencial. Después solo quedará la sospecha y la resaca de si eso pasó o no.

Queer tiene el punto de vista alucinado de un adicto y eso se traduce formalmente en una película que no pretende reflejar la realidad, sino hacernos conscientes del artificio: esa ciudad de México recreada en los estudios de Cinecittà está necesariamente sublimada en su improbabilidad, como lo es una banda sonora donde se escucha a Nirvana, Sinéad O’Connor, Prince y New Order, y una selva amazónica que parece más bien sacada de Romancing the Stone (1984) que de algún atlas geográfico real. De ahí que no se sorprendan de esas escenas oníricas finales donde El almuerzo desnudo se topa con el cine de David Lynch. Es el mundo de William Burroughs, no lo olviden. Y eso ya trae su veneno, como el de la escolopendra que, como el deseo, se pasea varias veces por Queer.
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