Serge Daney, 20 años después

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Juan Carlos González A.

Publicado en el suplemento “Generación” del periódico El Colombiano. Medellín, 01/07/12. Págs. 16-17 
©El Colombiano, 2012 
Actualmente la Cinemateca Francesa conmemora en París los 20 años de la muerte del crítico de cine Serge Daney con una muestra de sus filmes favoritos y una serie de actividades académicas alrededor de su obra periodística y literaria. 
“Mi madre y yo salimos alucinados de ver Hiroshima, mon amour -y no éramos los únicos- porque nunca pensamos que el cine fuera capaz de “eso”. Y en el andén del metro caigo por fin en cuenta de que esa pregunta odiosa, que nunca había sabido cómo contestar (“¿Qué vas a hacer cuando seas grande?”) por fin tiene respuesta: “Cuando sea grande”, de una forma u otra, será el cine. Jamás me ahorré los detalles de este “cine-nacimiento”. Hiroshima, el andén del subterráneo, mi madre, la antigua sala de los Agricultores y sus sillones de club serán evocados más de una vez: como el decorado legendario del verdadero origen, aquel que uno eligió para sí”. Son las palabras emocionadas de Serge Daney en su ensayo póstumo El travelling de Kapo -publicado en el libro Perseverancia– para relatarnos el momento de epifanía en que supo que el cine iba a convertirse en su modo de vida, en su alimento, en su aliento cotidiano. 
Fervor. Esa es la palabra que mejor define la aproximación de Daney al cine. Reflexionar, debatir, ilustrar, iluminar: tal era la misión de sus escritos y sus críticas, esas palabras llenas de pasión y de sed de imágenes. Prosa vivaz, creativa, juguetona, que creaba imágenes tanto como las describía para nosotros. Tras cumplirse en junio dos décadas de su muerte, la Cinemateca Francesa ha organizado en París una exposición, Serge Daney: 20 años después, constituida por algunas de las películas que fueron objeto de sus amores y sus comentarios. Acompañando a la selección de filmes –cuya exhibición irá hasta el 5 de agosto- habrá mesas redondas, discusiones, conversaciones sobre su obra y presentaciones de documentales alrededor de su vida, como los elaborados por Dominique Rabourdin y Pierre-André Boutang en 1992. Toda una celebración de la cinefilia como él la entendía.
 

Serge Daney nació en París el 4 de junio de1944 y estudió en el liceo Voltaire, donde un profesor de letras –Henri Agel- ponía al curso en una encrucijada: “Para evitarnos a nosotros y a él el tedio de las clases de latín, sometía a elección mayoritaria la alternativa siguiente: dedicar la hora a un texto de Tito Livio o ver películas. La clase, que votaba por las películas, salía cautivada y pensativa del vetusto cineclub. Por sadismo y sin duda porque poseía las copias, Agel proyectaba películas apropiadas para despabilar en serio a los adolescentes. Filmes como La sangre de las bestias de Franju y, sobretodo, Noche y niebla de Resnais”, recordaba Daney. En 1964 se integró a la nómina de críticos de la revista Cahiers du Cinéma y diez años más tarde asumiría el comando de la revista en medio de una atmósfera de radicalismo político y social. En 1981 pasa a escribir para el periódico Libération. Al final de su vida fundaría la revista Trafic. Fallecería de Sida a los 48 años. 

En la presentación de la exposición, Serge Toubiana, Director de la cinemateca francesa escribe un texto que termina con una pregunta: “¿Qué de la obra de Serge Daney nos ayuda hoy en día a ver, a ver mejor los problemas del cine y los del mundo tal y como se nos presentan? Plantear la cuestión de la herencia crítica, ya es una forma de responder. Es urgente releer a Serge Daney”. Atendiendo tal solicitud, les presentamos a continuación una selección de textos de Daney que hacen referencia a algunas de las películas y los directores de la muestra parisina. Disfrútenlos. 
 Seven Women (1966), de John Ford
 “La contemplación rápida es la paradoja de Ford. Es imposible ver sus películas con ojo perezoso porque entonces no veremos nada (excepto historias de soldados románticos). El ojo debe estar atento porque en cualquier imagen de un film de Ford es probable que haya unas décimas de segundo de pura contemplación antes que se inicie la acción. Alguien sale de una cabaña de madera o deja el cuadro, y hay nubes rojas sobre un cementerio, un caballo abandonado en la esquina superior derecha de la imagen, el enjambre azul de la caballería, los rostros angustiados de dos mujeres: cosas a ser vistas muy al principio de una toma, porque no habrá una segunda vez (lamentablemente para los ojos indolentes)”. 
Libération, 18 de noviembre de 1988 
Amarga Victoria (Bitter Victory, 1957), de Nicholas Ray 
“Recuerdo una vez cuando, en uno de los cuatro cafés cerca a Trocadero, alguien (algún ratón de cinemateca) afirmaba que el más grande cineasta del mundo era X o Y, pero que Nicholas Ray había hecho quizá la película más hermosa del mundo. Una tarde era Amarga Victoria, otra era Más grande que la vida. Nicholas Ray fue siempre distinto a los demás directores. Como si entre él y el cine hubiera un lazo privilegiado que debemos proteger. Ya sabíamos que su carrera no había sido fácil, que la habían roto. Más que Welles, Ray fue el gran perdedor. Excepto tal vez que perder a veces significa ganar. ¿Romanticismo fácil? Sí, pero nosotros también sabíamos –él lo había dicho en una entrevista de Cahiers– que para él, el cine estaba apenas en sus inicios, que nosotros solo hemos visto un atisbo, que va a sorprendernos”. 
Cahiers du cinéma, No. 310, abril de 1980 
L’Enfant secret (1979), de Philippe Garrel 
“Es como si esta película autobiográfica hubiera tenido éxito en mantener su compostura sin olvidar el rastro de cada etapa por la que ha pasado en el viaje. Fragmentos de pura experiencia sensorial (tocar, sentir frío), actos sin corazón (terapia de electrochoques), momentos serenos y furtivos. Me gusta mucho la escena en que Jean-Baptiste, ahora completamente desposeído, enciende la colilla que acaba de recoger de debajo de la banca. Me engañé al creer que Griffith o Chaplin habían vuelto por un instante. Garrel ha triunfado al filmar algo que nunca hemos visto antes: los rostros de los actores de las películas mudas durante esos momentos en los que los intertítulos negros, con sus palabras ínfimas e iluminadas, llenaban la pantalla”. 
Libération, 19 de febrero de 1983 
Cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari, 1953), de Kenji Mizoguchi 
“Es así como, siempre en 1959, la muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado, a mi butaca del teatro Bertrand. Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una vaga fatalidad que, como se veía claramente, podía y no podía producirse. Recuerdo la escena: en la campiña japonesa un grupo de bandidos hambrientos ataca a unos viajeros y uno de los bandidos atraviesa a Miyagi con su lanza. Pero lo hace casi inadvertidamente, titubeando, movido por un resto de violencia o por un reflejo estúpido. Ese hecho posa tan poco para la cámara que esta estuvo a punto de no verlo, y estoy convencido de que a todo espectador de Cuentos de la luna pálida se le ocurrió la misma idea loca y casi supersticiosa: si el movimiento de cámara no hubiera sido tan lento, la acción se habría producido fuera de cuadro o -¿quién sabe?- simplemente no se habría producido. 
El travelling de Kapo, en Perseverancia (Editorial. P.O.L.1992) 
Mr. Arkadin (1955), de Orson Welles 
“Película tras película, a medida que su obra su desarrolla y Welles envejece, la inclinación a lo falso se hace más fuerte, al punto de volverse el tema mismo del filme que Welles considera el mejor de los que ha hecho, El proceso. En todas partes y siempre, el poder está en malas manos. Aquellos que lo tienen o bien no saben suficiente (Othelo, que cree en Iago; Macbeth, que es víctima de un juego de palabras) o saben demasiado (Arkadin, Quinlan, el abogado Hastler), todos condenados a actuar en nombre de nada distinto al exceso de ingenuidad o de inteligencia”. 
Cahiers du Cinéma No. 181, agosto de 1966.
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