Temerás a Dios: El salario del miedo, de Henri-Georges Clouzot
“Esta, su película más controvertida, es también la más poderosa. La violencia no se usa simplemente como excitación. Se usa como en las películas de Eisenstein y Buñuel: para forzar una visión de la experiencia humana”.
– Pauline Kael
¿Dónde estamos? Es difícil saberlo. ¿México ¿Panamá? Caracas está cerca y hay además petróleo, entonces ¿estaremos en Venezuela? Hace calor, hay humedad, hay la sensación de que nos encontramos en el último confín del mundo, en ese sitio que es la antesala de la muerte, donde ya no hay escape, donde ya no hay futuro. Es la tierra caliente, ese territorio que ya John Huston nos describió tan bien en El tesoro de la Sierra Madre (The Treasure of The Sierra Madre, 1948) y sobre todo, en Bajo el Volcán (Under the Volcano, 1984). La sensación aquí es la misma: estamos en ese paraje sombrío y turbio donde extranjeros sin ley se confunden con parroquianos sin identidad ni esperanza. Aquí la autoridad es venal, el amor alquilable y la vida negociable: son los primeros minutos en el mundo de El salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1953), el séptimo largometraje de Henri-Georges Clouzot, y uno de los mejores y más oscuros filmes de suspenso que el cine recuerde.
El microcosmos de esta película es una babel turbulenta donde franceses, hispanos, italianos, norteamericanos y alemanes se toleran con dificultad, atrapados en un pueblucho marginado llamado Las Piedras, del que no pueden escapar: no hay trabajo, no hay dinero, hay deudas con la justicia en otro sitio. Están allí por conveniencia, adormilados por el calor, atontados por el paludismo, tambaleantes por el licor. Cucarachas, moscas, vendedores ambulantes, mujeres de ojos tristes, niños solicitando una limosna: amarga, intensa y precisa es la descripción que Clouzot hace de este lugar de paso, y gracias a ella tenemos claro de dónde vienen los protagonistas, ya sabemos porque quieren irse, ya podemos anticipar que les va a ocurrir. Por aquí se posaron los ojos de Sam Peckinpah para hacer su Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), no hay duda. El tono de ambas películas es igual: cínico, desolador, sin esperanza.
Henri-Georges Clouzot tenía cuarenta y seis años cuando se propuso realizar El salario del miedo, cuyo guion escribió él mismo junto a Jérôme Géronimi (el seudónimo de su hermano Jean Clouzot), a partir de una novela del mismo nombre escrita por Georges-Jean Arnaud y que el propio Alfred Hitchcock quería adaptar. La filmación se llevó a cabo en el sur de Francia y la película fue estrenada en París el 22 de abril de 1953. Lo que encontramos aquí es una dura historia sobre la prueba que cuatro hombres deben sortear para -antes que probar su valentía- liberarse del peso de sus culpas. A manera de un purgatorio colectivo en el que al final quizás les espere la esquiva redención, cuatro extranjeros son seleccionados por una compañía petrolera norteamericana -la Southern Oil Company- para transportar dos camiones repletos de nitroglicerina por los polvorientos e irregulares caminos del lugar hasta un campamento petrolero en llamas, a trescientas millas del poblado. Antes que recibir un salario por arriesgar su vida, ese dinero que se les ofrece es ante todo una salida, un pasaporte a un futuro acaso mejor. Mario (Yves Montand), Jo -un ganster francés- (interpretado por el gran actor Charles Vanel), el albañil italiano Luigi (Folco Lullí) y Bimba, un piloto alemán (Peter Van Eyck) ya están condenados en vida y para ellos morir es tan sólo -aparentemente- un asunto de tiempo. Dios los ha olvidado, ya no le temen.
Empieza entonces una road movie con una estructura dual que recuerda el planteamiento que John Ford hizo en La diligencia (Stagecoach, 1939). Hay una acción externa tremendamente efectiva e intensa y así mismo una acción interna que depende del modo en que los protagonistas reaccionan ante el reto que la primera les impone. Transmitiéndonos la permanente sensación de estar tambaleándonos en una cuerda floja, la cámara de Clouzot se mueve de manera permanente, subrayando el enorme riesgo que se corre en cada curva, en cada hueco del camino, en cada frenazo inesperado que puede hacer explotar el cargamento. Y aunque la tragedia está planteada como un hecho individual, no olvidemos que la película fue concebida, elaborada y estrenada durante la guerra de Corea, y puede entonces ser vista como una metáfora de la reinante ansiedad nuclear colectiva. La explosión final que purgaría las culpas del mundo no era necesariamente la de un camión.
El viaje episódico evoca la propuesta de They Drive by Night (1940) de Raoul Walsh, con las vicisitudes de Bogart y George Raft a bordo de un camión, pero aquí a medida que pasan los minutos el suspenso se va haciendo cada vez más cargoso e irrespirable: van a morir, el trazo siniestro de la película no apunta hacia nada distinto, pero ¿Cuando?, ¿De qué manera? Una tras otra, las penalidades de los viajeros parecen tornarse más complejas, y son asumidas así mismo sin ninguna actitud heroica, más con una mueca de repugnancia ante el abismo enorme en que sumergieron sus vidas y que los llevó a estar ahí, prescindibles y sin dolientes. No se aferran a nada ni nadie, pero saben que tampoco nadie los va a llorar. Clouzot no tiene piedad hacía sus personajes y por eso la película es fría y distante, logrando producir en el espectador una mezcla de ansiedad y vacío ante la seca crueldad de sus imágenes.
Semejante drama existencial se refleja de manera exacta en cada uno de los protagonistas, títeres del destino. Mario permanece impasible, sin aliados ni amigos, Jo se sumerge en el vértigo del miedo, los otros dos hacen planes ilusorios como sin notar que ya fueron juzgados, que llevan la muerte consigo. Jo, que representaba al poder que da el dinero, se derrumba ante nuestros ojos, sin que una gota de compasión aparezca en sus compañeros de viaje. En realidad cada uno viaja solo, cargando con sus fantasmas y sus culpas. Por eso no hay lazos, sólo comparten el espacio físico de los camiones, nada más. Una enorme soledad los consume ¿A qué aferrarse? ¿Para qué vivir? Son como los personajes del cine de Huston: con la fatalidad a cuestas, con el lastre de la derrota ya colgando del cuello. Al final aquí no hay ganadores, todos son víctimas: del azar, de la vida, del creador.
Clouzot no puede evitar reflejar en El salario del miedo lo que pensaba y profesaba. En los instantes iniciales de la cinta, fuertes ataques misóginos se concentran en el papel de Linda -interpretado por su esposa, la brasileña Vera Clouzot- que se arrastra sumisa y sensual por el piso para besar las manos de Mario, la mismas manos que más tarde la golpearán, en una actitud machista que ella misma parece haber promovido. De igual manera el director abre la puerta al homosexualismo latente que reflejan los demás compañeros de viaje, pero su aproximación al tema fue lo suficientemente cauta como para no llamar la atención de la censura con ese tipo de abordaje.
Pero donde si es radical la posición del director es en el tono de denuncia de los abusos de la explotación norteamericana del campo petrolero local, que mantiene sumida en la pobreza a la región, mientras obtiene pingües ganancias. Cuando la cinta fue presentada en Estados Unidos en febrero de 1955 estos segmentos -junto a otros también aparentemente polémicos- fueron censurados y cortados, por considerarlos antinorteamericanos, en una época en la que la sensibilidad sobre el tema estaba a flor de piel. En total se excluyeron cuarenta y tres minutos de cinta -el veinte por ciento del filme- una verdadera muestra de la intolerancia, prejuicios y temores con los que se vivía en ese instante, con el rojo fantasma del comunismo a la espalda. Además el final fue alterado, pues una historia sin final feliz, al parecer, no era aceptable para el público de ese país, que acompañó masivamente con su presencia a la película. Pero el éxito económico, no compensa el fracaso estético que implica alterar el final de una cinta, simplemente por pensar que el espectador europeo y el norteamericano son diferentes. El mensaje de El salario del miedo queda trunco sin su final original, convirtiéndose entonces en una narración convencional y plana.
El concepto que Clouzot quería dejarnos era el de la imposibilidad de escapar a las culpas, que la maldad necesariamente es castigada. El carácter moral se refleja en la imaginería religiosa católica que vemos en el filme, presidiendo en silencio los sitios que frecuentan los protagonistas. Estos personajes a su vez ejemplifican los siete pecados capitales: Jo es el orgullo, Luigi la envidia, Mario la codicia, Linda la lujuria, y todos en conjunto muestran la pereza, la ira y la glotonería. Así, Las Piedras es una metáfora del infierno, al que han llegado por sus errores y pecados. De allí no hay escape. Antes del viaje abundan las imágenes con líneas verticales o con sombras que las crean. Están en tras las rejas de una cárcel y el final original del filme es consecuente con esta línea de pensamiento. La versión presentada en Estados Unidos echa al suelo la construcción circular que Clouzot había diseñado y traiciona su visión pesimista y abatida.
Durante el sexto festival de Cannes realizado en 1953, un jurado presidido por Jean Cocteau y del que hacían parte -entre otros- Abel Gance, René Lucot y Edward G. Robinson, le entregó el gran premio del evento a El salario del miedo, con una mención a Charles Vanel como mejor actor del festival. Ese mismo año la cinta obtuvo el Oso de Oro en Berlín y el premio de la British Film Academy. A pesar de la temática, el reconocimiento de la crítica y los premios obtenidos hicieron que el éxito de taquilla no se hiciera esperar.
Imitada sin éxito en dos ocasiones, como Violent Road (1958) y en 1977 como Sorcerer, de William Friedkin, esta película continua sorprendiendo por su frialdad, tensión y atmósfera. Henri-Georges Clouzot nos hace asomar a un mundo sin fe y sin credo, sin previa advertencia de lo que podemos ver allí. Y no olvidemos que cuando no se teme a Dios, hay que pagar.
Publicado en la Revista Kinetoscopio no. 52 (Medellín, vol. 10, 1999) págs. 51-53
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1999
©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A. – Instagram: @tiempodecine