Levántate y anda: La palabra, de Carl Th. Dreyer
“Nada en Ordet está ligado a lo sobrenatural”
-André Bazin
¿Cuántas veces al ver una película estamos rezando –de verdad orando- para que ocurra un milagro, para que un imposible evento sobrenatural tenga lugar en la narración que estamos viendo? Este tipo de momentos, escasos y asombrosos en su absoluta compenetración con lo que vemos solo los logra provocar un maestro, uno como el danés Carl Th. Dreyer. Y eso lo consiguió en La palabra (Ordet, 1955), una película tan inverosímilmente conmovedora que cualquier cosa que uno diga o escriba sobre ella se queda corta frente al poder místico de sus imágenes.
Un poder al que Dreyer dotó de fe. Y al combinar esos elementos logra que al espectador no le quede más remedio que rezar en silencio para que allá en la pantalla ocurra el milagro que estamos todos esperando, algo que solo a un loco con un delirio mesiánico o a una niña se les podría ocurrir que sucediera, pero de repente entendemos que no tenemos nada que perder si sumamos nuestro credo y ahí estamos, esperando sin sonrojo y con fervor que ocurra lo impensado, mientras rezamos en silencio.
El filme nos cuenta de los habitantes de la hacienda Borgensgaard en Jutlandia. Es una familia constituida por un patriarca luterano viudo –Morten Borgen- y sus tres hijos: Mikkel, Johannes y Anders. Con ellos vive la mujer de Mikkel, Inger, embarazada de su tercer hijo. Hay una crisis que el anciano Morten no sabe cómo asumir y que remueve las raíces de su fe: su hijo mayor, Mikkel, es escéptico frente a la religión, Johannes –que fue enviado a estudiar teología- es víctima de un delirio místico esquizofrénico, Anders pretende a una joven que es hija del sastre local, líder de una facción religiosa diferente a la suya; e Inger solo ha podido darle hijas al clan.
Los rezos y el fervor de Morten no han sido suficientes para que Johannes recupere su cordura y eso ha hecho que dude de la compasión de Dios. A sus dudas, Inger responde siempre con amor y dulzura: la suya es la vida de una creyente, en la que Dios siempre está presente. Dreyer quiere mostrarnos con los diversos personajes todo el espectro de la fe, desde el ateísmo hasta la locura mesiánica, pasando por el descreimiento y la esperanza. Las dudas de unos son fuerza en los otros. Lo que en unos es pecado, en otros es virtud. Sin embargo el director es compasivo: Inger ama a su esposo pues pese a no creer, es un hombre bueno, lleno de cualidades morales.
Pese a que está llena de secuencias memorables por su composición visual, por su iluminación y por su riguroso estatismo (solo 114 tomas individuales constituyen el filme, que fue rodado durante cuatro meses), es la escena final de La palabra la que nos deja sin aliento. Y así mismo llenos de fe. Solo así podemos explicar lo que acabamos, con los ojos llenos de emoción, de ver. Frente al silencio de Dios que Ingmar Bergman planteará en su cine, Dreyer se atreve a mostrarnos un Dios que, por fin, atiende generoso las plegarias, un Dios que es vida. Lo dijo San Juan: “Al principio existía la Palabra, Y la Palabra estaba junto a Dios, Y la Palabra era Dios”.
Esta película es de por sí un milagro del cine. Era la resurrección de Dreyer tras una década sin filmar un largometraje y lo hace adaptando un drama del pastor luterano Kaj Munk escrito en 1925 y estrenado en 1932. Decía Dreyer que “Me he sentido tan feliz haciendo Ordet porque me sentía muy cercano a las concepciones de Kaj Munk. Ha hablado siempre muy bien del amor. Quiero decir: igualmente del amor en general, entre las personas, como del amor en el matrimonio, el verdadero matrimonio. Para Kaj Munk el amor no era solo los hermosos y buenos pensamientos que pueden unir al hombre y a la mujer, sino también una unión más profunda. Y, para él, no había diferencia entre el amor sagrado y el amor carnal” (1). Dreyer quería considerar todas las formas posibles del amor e integrarlas en su filme, hacer de este un abanico de experiencias divinas y humanas, incluyendo lo improbable. Incluyendo el misterio, lo que nuestros humanos ojos y nuestro limitado intelecto no pueden creer ni explicar. Solo nos queda admirar en silencio y, quizá, de rodillas.
Estrenada el 10 de enero de 1955 en el teatro Dagmar en Copenhague, La palabra recibió el aplauso del público y la crítica, y ganó en agosto de ese año el León de oro en el Festival de cine de Venecia. A veces ocurren milagros, simplemente.
Referencia:
1. Juan Antonio Gómez García, Carl Theodor Dreyer, Madrid, Editorial Fundamentos, 1997, p. 160