¡Miren, la película palpita!: L’Atalante, de Jean Vigo
“Esta película es una obra de arte no por la trágica historia de su creador, ni debido a su torpe génesis, sino porque, como lo ha dicho Truffaut, al filmar actos y palabras prosaicas, Vigo ha logrado, sin esfuerzo, hacer poesía”.
-Derek Malcolm
“Vigo fue más que un cineasta. Fue un momento en la historia del cine que nunca va a repetirse”.
-Maximilian Le Cain
Los racionales y los lógicos dirán que no es más que una ilusión, que L’Atalante es una película y solamente eso. Pero los que hemos tenido la oportunidad de verla, estamos convencidos. Sí, así es: hay latidos en ese trozo de celuloide y eso se siente. Y todo es culpa de su director, un hombre que hubiera alcanzado a ser uno de los consentidos de la celebración del centenario del cine, pues su nombre está puesto con comodidad a la altura de creadores franceses como Abel Gance, Jean Renoir, Marcel Carné o René Clair. Nos imaginamos que en esa conmemoración nos hubiera contado de lo difícil de sus inicios, de las dificultades de luchar contra la censura y las costumbres pacatas, de lo incómodo de ir contra lo establecido en lo social y en lo político. Pero la verdad es que Jean Vigo -para nuestro infortunio- lleva ya más de setenta años muerto.
Una tuberculosis (1) se lo llevó en un oscuro octubre impidiéndole al mundo conocer más de su genio: fue una promesa inacabada, un mártir de su arte. La enfermedad y las estrecheces económicas le permitieron filmar tan sólo cuatro obras y la extensión de toda su producción fílmica supera apenas las tres horas. Un largo, dos medios y un cortometraje. Nada más. Pero Jean Vigo en su trágico sino legó a los demás mortales un par de joyas que todos incluyen dentro de las cien películas más importantes jamás creadas: Cero en conducta (Zéro de Conduite, 1933) y L’Atalante (1934). En ellas campean serenas la libertad y la vida. Las mismas que se le escaparon a Jean Vigo entre estertores y temblores febriles. Tenía veintinueve años al fallecer.
Todo en Vigo tiene aire de fatalidad: nacido en una buhardilla parisina, era hijo de Emily Clero, una joven militante socialista, y de un periodista de origen vasco, Eugene Bonaventura de Vigo, conocido como Miguel de Almereyda (anagrama de y ’a la merde) y que se movía entre la izquierda y los grupos anarquistas franceses, dejando a su hijo al cuidado de familiares que lo recluyeron en diversos internados. Almereyda apareció estrangulado en la prisión de Fresnes en 1917 en circunstancias que al parecer son aún sometidas a una ‘exhaustiva investigación’. Solitario, el joven Vigo es llevado a Nîmes para continuar su educación, ahora bajo el nombre de Jean Sales.
Regresó a París en 1922 para reunirse con su madre, asistir al Lycee Marceau en Chartres y en 1925 enrolarse en La Sorbona y cursar estudios de filosofía, de nuevo bajo su nombre real. Allí conoce a los cineastas Claude Autant-Lara, Léonce-Henry Burel y Germaine Dulac, pero el bacilo de Koch también empezaba a mostrar afinidad por sus pulmones, y comienza para Vigo un peregrinar por clínicas y sanatorios para tuberculosos, en uno de los cuales conoce a su futura esposa, Elizabeth “Lydou” Lozinska.
Trasladado a Niza en busca de un clima más favorable para su agobiado sistema respiratorio, empieza a trabajar con cine clubes, hace además crítica y labora como asistente de fotografía para el estudio Franco Film. Su suegro le presta dinero para una cámara Debrie de segunda mano con la que filma un documental, A propósito de Niza (A propos de Nice, 1930) con la ayuda del fotógrafo ruso Boris Kaufman, hermano menor del mítico documentalista Dziga Vertov. Luego le encargan filmar Taris (1931) sobre un famoso campeón francés de natación, y contra reloj hace Cero en conducta financiada por Jacques-Louis Nounez, un hombre de negocios y gran cinéfilo, la que es incomprendida y de inmediato censurada, y L’Atalante que fue estrenada remontada y con otro título, convirtiéndose en un rotundo fracaso. Vigo moría. El telón caía.
Pero a pesar de los avatares, el talento de Jean Vigo dejó una huella tan profunda en el celuloide que su obra lo hace imprescindible e inmortal. Cuando de la historia del documental se habla, siempre se menciona A propósito de Niza, un filme influenciado por el trabajo de Vertov, especialmente El hombre con la cámara (Chelovek S Kinoapparatom, 1929) y en el que también se ven trazas de Entr’acte (1924) de René Clair. Sin un objetivo o un guion concreto, la lente de Boris Kaufman vaga por las playas del balneario en un festín surreal que pretende ridiculizar la pompa burguesa, a través de un osado montaje que libera a la cámara de toda atadura lógica. La película, de tan sólo treinta minutos, fue estrenada en el Cinema Vieux-Colombier en mayo de 1930 provocando reacciones encontradas. El propio Vigo decía que el filme era “un documental social o más precisamente, un enfoque documental desde un punto de vista informado (…) lo cual lo diferencia del documental convencional o de las noticias semanales por medio de las opiniones que su autor defiende claramente”. Pero también confiesa en carta a un amigo que “ante todo, yo quería provocar la náusea. Que al menos en el cine uno no soporte ver lo que mira con indiferencia, con complacencia, con placer en tamaño natural” (2). A esta siguió un cortometraje, Taris -también conocido como Taris, roi de l’eau– sobre la vida del nadador Jean Taris, en la que contó con la ayuda de Germaine Dulac. A la manera de un divertimento fílmico, Vigo descubre sin embargo las posibilidades del trabajo bajo el agua, como veríamos concretadas más tarde en L’Atalante.
Empezaría después la producción de Cero en conducta, cuyas carencias técnicas y de lenguaje audiovisual reflejan aún la inexperiencia del director -ya enfermo- en el campo argumental, pero cuya fuerza la hace una de las películas que más ha influido a directores como Truffaut, Lindsay Anderson, Godard o Louis Malle. Son cuarenta y cinco minutos de una viñeta de recuerdos inspirados sin duda en la propia infancia de Vigo, internado en diversas escuelas. No hay una línea dramática continua, sino fragmentos, vivencias escolares de la mano de cuatro muchachos: Caussat, Colin, Bruel y Tabart, que se revelan -bandera de tibias y calavera en mano- contra las rígidas normas escolares y los acartonados y sórdidos profesores a cuya cabeza se encuentra un ridículo enano de voz chillona: sólo se salva de la ironía un novel profesor que imita a Chaplin y que participa de los juegos de los niños. Pero no estamos ante una pesadilla incomprensible y sombría. Atrapados por su embrujo encontramos un filme sensible y lúdico que se mueve con un ritmo propio y fascinante, donde fragmentos surrealistas se intercalan con momentos de vivida realidad. Inolvidable y ya clásica es la escena donde una guerra de almohadas se transforma en una lluvia de plumas que da paso a una extraña y fantasmagórica procesión. Con su aliento anárquico y en ocasiones irreal, la película fue tildada de peligrosa por su “espíritu antifrancés” y luego confiscada por la censura gubernamental hasta 1945 cuando se reestrenó junto a L’Espoir de Malraux. El mundo había permanecido doce años privado de su encanto.
Navegando por el río de la vida
Pero si Cero en conducta tenía un manejo técnico áspero y carencial, L’Atalante es una obra maestra, madura y espléndida aún en su imperfección. A partir de una narración mediocre de Jean Guinée (seudónimo literario de R. de Guichen), que cuenta la vida de una pareja recién casada -Jean y Juliette- que habita una barcaza fluvial llamada “El Atalante”, Vigo, con la colaboración de Albert Riera, reescribe la historia y logra una película que es una oda a la vida. Con una línea argumental definida, pero igualmente episódica, la cinta relata la vida de ambos en compañía de un viejo marino, Père Jules y de un joven ayudante. Tras unos días de felicidad, la monotonía aburre a Juliette que decide irse. La separación les hace reflexionar y eventualmente logran reunirse otra vez y seguir juntos. Eso es todo lo que ocurre… aparentemente. Para interpretar a la pareja protagónica, el productor Nounez llamó al actor parisino Jean Dasté -que había participado en Cero en conducta – y a la actriz alemana Dita Parlo, famosa por una película de Joe May, El canto del prisionero (Heimkehr, 1928). Ambos actores volverían a reunirse tres años después, llamados por Renoir para La gran ilusión (La grande illusion, 1937). Estaban condenados a ser inmortales, como podemos ver.
La película es el diario vivir y la cotidianidad de la labor de un bote, es el tedio y la desilusión, y así mismo es el ansia de explorar y sentir. Con un lenguaje alegórico y poético, y una sensualidad demasiado franca para la época, L’Atalante maravilla por su delicado balance entre comedia y drama, entre realidad y fantasía, entre pesadilla de fantasmas y la contundencia de un adiós. No es ajena tampoco a ella la denuncia; el desempleo, la ignorancia y la desigualdad social se deslizan despacio pero con fuerza, como todo en ella.
La cinta es vital, fresca y lozana, con un alma que no deja lugar a dudas: Père Jules, un viejo lobo de mar al que el gran actor Michel Simon dota de todo el humor y la picardía simiesca que nadie más pudiera haber logrado. Este interprete, el mismo que fue actor para Renoir, Carné, o Duvivier, nos deja aquí lo mejor de sí, como presintiendo que estaba haciendo parte de una página fundamental de la historia del cine. Entre gatos y trastos viejos, el mundo de Père Jules -anárquico y divertido- podría haber sido el único objetivo de la película. Pero el tema es otro y es claro: la vida. Así, sin más. La vida que fluye como el Atalante en el Sena, sin detenerse, sin pausa. El realismo poético que Marcel Carné llevaría a la perfección tiene acá su antecedente más claro: aparentemente no ocurre nada aquí, pero es imposible no sentirse atrapado por la fuerza sensual de estas imágenes hipnóticas, casi narcóticas, puntualizadas por la música precisa y preciosa de Maurice Jaubert, el mítico compositor francés que la Segunda Guerra Mundial se llevó cuando apenas cumplía cuarenta años.
Llena de magia, llena de escenas simbólicas, llena de detalles, silencios y sorpresas de principio a fin, hay un momento que me parece de absoluta maestría tanto de parte del director como de la cámara de Kaufman y del montaje de Louis Chavance: separados Jean y Juliette, cada uno duerme en sitios distantes. Pero no hay paz esa noche, una inquietud los recorre y los deja insomnes. Es el deseo de tenerse, de tocarse, de estar juntos. Y así, con sus movimientos agitados, el montaje del filme los une, como entregándose el uno al otro, como culminando el anhelo de sentir otro cuerpo. Ahí hay autentico arte. Sin duda de este río vital han bebido directores como el Fellini de La Strada (1954), Eric Rohmer o Bertolucci. Y ni hablar de Truffaut, que en claro homenaje incluyó a Jean Dasté en los repartos de El niño salvaje (L’Enfant sauvage, 1970) y de El cuarto verde (La chambre verte, 1978) y utilizó las partituras de Jaubert en seis de sus filmes.
El rodaje se había iniciado en noviembre de 1933 y el mal tiempo invernal reinante durante la filmación en exteriores fue letal para el director. Con Vigo cada vez más enfermo, Kaufman concluye el rodaje de la cinta a principios de febrero, Chavance hace el montaje definitivo siguiendo lo acordado con el director, para luego entregarla al distribuidor Gaumont, que hace un preestreno en París el 25 de abril de 1934, en el Palais Rochechouart. La acogida de la crítica y el público no fue buena. Sin embargo se destaca el comentario que Elie Faure, crítico e historiador de arte –y amigo del padre de Jean Vigo- hace sobre L´Atalante en la revista Pour Vous al mes siguiente: “¿L´Atalante? Sobre la humano. Sobre lo humano de la gente pobre. Con jersey y camisola. Nada de cristalería brillante sobre el mantel. Trapos de cocina colgando. Cacerolas. Tinas. Pan. El casco de una botella. Humildes fulgores en la penumbra intensificada por la neblina del río. La sombra furtiva de Rembrandt que se encuentra, entre muebles rugosos y tabiques de tablas, con la sombra socarrona de Goya, guitarras, gatos sarnosos, groseras máscaras de danza, monstruos zoquetes, manos cortadas en una pecera, ese extraño olor a exotismo y a poesía que todo viejo marino lleva en él, junto con el tufo a ron y a alquitrán, y no sé qué rayo insólito de los mares iluminados, a la más pobre de las guaridas. Un payaso burlón, con su mágica pacotilla, demonio para pobres infelices a los que la tentación no había tocado, porque los barcos que surcan los canales y los ríos no pasan por la linde de las ciudades (…)” (3).
Sin embargo, asustado ante la sensualidad visual, los ataques a la burguesía y las pocas posibilidades comerciales de la cinta, Henri Beauvais, de la Gaumont, le pide al productor Jacques-Louis Nounez que la modifique: a sus órdenes, Louis Chavance la mutila, reduciéndola de 89 a 67 minutos, sustrayendo la mayoría de la música de Jaubert e incluyendo una canción popular de la época compuesta por Cesare A. Bixio e interpretada por Lys Gauty, siendo reestrenada el 14 de septiembre en el cine Colisée con el nombre de esa tonada como título. La película pasó entonces a llamarse La Chaland qui passe, que al recibir poco apoyo del público fue retirada de la cartelera un par de semanas después.
Jean Vigo muere el 5 de octubre sin poder hacer nada para salvar su obra. Pero la afrenta tenía que ser saldada. En 1940, gracias al propio Henri Beauvais, que poseía los derechos, y al interés de Dita Parlo, la película es reeditada otra vez y recupera su nombre original. Diez años después, Henri Langlois de la Cinemateca francesa presenta una versión de 83 minutos, con metraje reunido de las diversas copias encontradas en Europa. Pero a fines de los años ochenta se encuentran en Francia varias versiones montadas por Louis Chavance (incluyendo la original) y gracias a la labor meticulosa del crítico e historiador Pierre Philippe y del archivista y director Jean-Louis Bompoint, con el apoyo de la Gaumont y de Luce Vigo, la hija del director, se estrena en 1990 una versión restaurada de 89 minutos, que devolvía a L’Atalante su brillo original. Incluso en la encuesta que la revista Sight and Sound hace cada década para elegir los mejores filmes de la historia, la película apareció en 1992 en el sexto lugar en la lista de los críticos de cine. En el año 2001 se realizó una segunda restauración que modificó ligeramente algunas escenas y suprimió otras, como aquella en la que Jean lamía un bloque de hielo. Esta fue realizada por el historiador y critico de cine francés Bernard Eisenschitz, quien así mismo dirigió ese año un documental, Les voyages de L’Atalante, sobre las diversas restauraciones del filme. El mundo ha contemplado con respeto el renacer de una película humilde pero perfecta, como la perla reluciente que se esconde en una concha discreta. Pero aun así, esta obra sigue siendo tan inaferrable e indefinible como un sueño. Eso quería su autor: que su obra tuviera la textura de una sensación grata. Y lo logró.
Busquen una imagen de Jean Vigo en un libro. No es un viejo patriarca de principios del siglo XX: es un hombre muy joven, que luce sorpresivamente contemporáneo. Su expresión, su peinado, y su aspecto hablan de un ser reciente, no de una sombra del pasado. Vean sus ojos, vean su sonrisa discreta. No lo duden, Jean Vigo está vivo. Miren L’Atalante, su corazón late aún allí.
Referencias:
1. Algunos textos señalan que fue una leucemia la causa de su muerte. También Salès Gomès en su biografía menciona a una septicemia derivada de una carditis reumática estreptocóccica como causa última del deceso.
2. En carta a Jean Painlevé, fechada en Niza a 7 de octubre de 1930.
3. Paulo E Salès Gomès, Jean Vigo, Barcelona, Circe Ediciones, 1999, p. 236
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio no. 42 (Medellín, vol. 8, 1997) páginas 78-82.
©Centro Colombo Americano de Medellín, 1997
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