“Soy un apetito”: Nosferatu, de Robert Eggers

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Escribía Heinrich Heine en el segundo volumen de “La escuela romántica”, publicado en 1833, “Dejadnos a los alemanes los horrores del delirio, los sueños febriles y el reino de los espíritus. Alemania es un país de viejas brujas, pieles de oso, golems de diferentes sexos y sobre todo de mariscales de campo como el pequeño Cornelius Nepos, que por nacimiento es una raíz que los franceses llaman Mandragora. Tales espectros sólo pueden triunfar al otro lado del Rin…”. Esa Alemania mística, de mitos y magia era el sitio perfecto para que la novela “Drácula”, de Bram Stoker, publicada en 1897, renaciera en el cine en 1922 con otro nombre –Nosferatu– y trasladara el horror de sus acontecimientos al puerto alemán de Wisborg en 1838. Esto se debió a que el productor Albin Grau no tenía los derechos de adaptación de “Drácula” y por eso le pidió al guionista Henrik Galeen que hiciera la adaptación más libérrima posible, con todos los cambios que pudiera introducir a la historia original, incluyendo el nombre del personaje: estaríamos de acá en adelante en los dominios del Conde Orlok.

Nosferatu (2024)

Grau era un ocultista: tenía contacto directo con Heinrich Tränker, Gran maestro de la logia Pansofista, quien le introdujo también en la sociedad esotérica Ordo Templi Orientis (O.T.O.), inspirada en las enseñanzas de los templarios, de la que hacia parte el ocultista y estafador británico Aleister Crowley. Grau abandonó esta orden tras una polémica, y fue el primer gran maestre de otra sociedad, la Fraternitas Saturni, donde se le conocía como “Maestro Pacitius”. El guionista Henrik Galeen, de origen danés, era miembro de la orden Rosacruz. Grau, que también ofició como diseñador de vestuario y de decorados de Nosferatu, llenó el filme de símbolos esotéricos, textos sobre la magia de Heinrich Tränker y mensajes ocultos del Rosacrucianismo, pero el aporte máximo de Grau y de Galeen fue hacer del vampiro un monstruo espectral, relacionado con ese supersticioso “reino de los espíritus” prenatural que mencionaba Heine. No era un Conde refinado, era el conjuro de las pesadillas folclóricas germánicas sobre seres insepultos en la frontera con el más allá y que traen consigo la plaga y la muerte: Orlok era un demonio. Cuando FW Murnau asume la dirección del proyecto tiene a su favor las bases estéticas del expresionismo alemán en boga en ese momento y por eso su Nosferatu refleja con tanta propiedad los miedos raizales de la cultura alemana. Ver al actor Max Schreck devenido en el vampiro Orlok es sencillamente la concreción física de un terror histórico que los alemanes engendraban.

Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979)

El desafortunado remake de Werner Herzog, Nosferatu, el vampiro (Nosferatu – Phantom der Nacht, 1979), es un filme que sigue la línea argumental de Murnau, pero al monstruo que da vida Klaus Kinski le añade Herzog una profunda melancolía romántica. Es un ser solitario, anhelante de amor, que va a encontrar en Lucy Harker (Isabelle Adjani) a una mujer para saciar su sed de afecto y de sexo, pues ella  es una víctima que parece disfrutar físicamente su entrega al vampiro. No era solo succionarle sangre, era hacerla suya, y en ese disfrute sexual perder la noción del tiempo y verse sorprendido por la luz del sol. Ese elemento sexual no era tan ajeno a la versión de 1922: cuando Orlok llega en la escena final a la habitación de Ellen (interpretada por Greta Schröder) y la cubre con su sombra, la reacción de la joven no es de terror, es de excitación y clímax. Pueden ser unos escasos fotogramas, pero no pasan inadvertidos. Orlok se antoja también un amante acucioso.

Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922)

¿Era necesario un segundo remake de Nosferatu? Aparentemente no. La versión de Herzog, si exceptuamos lo bien logrado que fue el vampiro de Kinski, fue una película fallida, que solo hizo que echáramos de menos las virtudes del filme de Murnau. Sin embargo, en este nuevo proyecto está involucrado el estadounidense Robert Eggers como director y guionista, y eso por lo menos generaba un buen grado de curiosidad. El responsable de La bruja (The Witch, 2015), El faro (The Lighthouse, 2019) y El hombre del norte (The Northman, 2022), es un realizador que le ha insuflado un sello personal gótico, explícito, visceral y formalmente riguroso a su cine. No se anda con medias tintas ni rodeos a la hora de relatarnos sus historias, donde se mezclan folclor, leyendas, mitos y enfrentamientos humanos en las condiciones más extremas. Nosferatu, como relato, podía estar perfectamente a la altura de sus capacidades. Incluir a Henrik Galeen en los créditos como coguionista nos dice que su narración va a respetar el guion del filme de Murnau, pero va añadir, sin sentimentalismo alguno, la conexión física y espiritual entre vampiro y víctima que Herzog introdujo en su remake de 1979.

Nosferatu (2024)

El Nosferatu (2024) de Eggers tiene una suerte de prólogo: Ellen (una espléndida Lily-Rose Depp) implora en la noche invocando a su ángel de la guarda, a un espíritu que la conforte, a alguien del más allá que la acompañe en su soledad y en su insatisfacción vital. Y esa plegaria es escuchada por alguien que la voz de la joven despertó de una eternidad de oscuridad y que la reclama para sí. Ahora la historia avanza unos años y la encontramos recientemente desposada con Thomas Hutter (Nicholas Hoult), que trabaja para un agente de bienes raíces en Wisborg, Herr Knock (Simon McBurney), que lo envía al oriente de Bohemia, entre los Cárpatos, a que vaya a buscar al Conde Orlok (Bill Skarsgård) en su castillo para que el noble anciano firme las escrituras de una mansión que desea adquirir en Wisborg, muy cerca a la residencia de Hutter y su esposa. Lo demás es mitología cinéfila absoluta, que ya conocen de sobra los lectores de la novela y quienes han visto las dos versiones previas de Nosferatu: el vampiro llega en un ataúd en una goleta a Wisborg a reclamar a su amada y a sembrar la muerte.

Nosferatu (2024)

En la versión de 1922 Ellen sufre de sonambulismo como síntoma de la cercanía de Orlok, pero en este Nosferatu vemos a esta joven ser víctima de una posesión diabólica: ese es el grado de contacto entre ambos, así se manifiesta su presencia en su espíritu. Pero pese a sus advertencias los hombres que la rodean no le hacen caso: debe ser una mujer víctima de histeria  (“hysteron” significa útero), de exceso de sangre, de alguna fantasía femenina. Ellen era una mujer en la época Victoriana y por ende subyugada socialmente por completo: de ahí que su percepción extrasensorial y la posesión demoniaca se antojaran para ella tan liberadora, pese a los aspectos negativos que pudieran tener. Poseída teme y a la vez anhela al monstruo, desafiando incluso a su esposo a que la satisfaga sexualmente mejor que lo hace ese demonio. “Soy un apetito” le dice Orlok a Ellen y entendemos que ese es un apetito sexual, que ella lo convoca porque quiere desfogar los instintos reprimidos que la consumen. Y si ella lo atrajo, ella misma será la encargada de deshacerse de él, tras un bacanal de sangre que deja muertos por doquier.

Nosferatu (1924)

Si ni su marido, ni el médico de Wisborg (“la ciencia ilustrada”) logran entender lo que verdaderamente le ocurre a Ellen, y ante la evidente ausencia de fe religiosa, será por supuesto un ocultista, el profesor Albin Eberhart von Franz (Willem Dafoe, magnifico como siempre), el que descubra las raíces de su padecer, su relación con Orlok y el origen de la plaga. Ignoro si lo que invoca, conjura y lee von Franz tiene algún sentido esotérico real o si es solo un recurso estilístico que utiliza Eggers, pero de todos modos ya no tiene la connotación de secreto guiño ocultista que Grau y Galeen le dieron en 1922. Como todo remake copia el envase, no el contenido. Las auténticas implicaciones expresionistas. masónicas, místicas y cabalísticas le van a pertenecer solo al Nosferatu original.

Nosferatu (1924)

La labor de Robert Eggers no es, sin embargo, despreciable de ninguna manera. Su versión muestra el grado de crudeza que implica la lucha contra un demonio que ha tomado posesión de una mujer, convocado por ella misma para complacer sus reprimidos anhelos. El demonio no sabe de moral y Eggers acompaña sus pasos llenando la pantalla de ruina, caos, desolación y dolor. El Nosferatu de 2024 es una película que tuvo que sentirse tan terrorífica como la que vieron los espectadores alemanes de 1922, apenas unos años después de la pandemia de influenza que mató entre 40 y 50 millones de personas. Habían sentido el dolor de la Primera Guerra Mundial, luego el de la enfermedad que como una plaga mataba a todos a su paso: Nosferatu era la consecuencia lógica de todo ese horror. Robert Eggers rinde homenaje a todo eso, mostrando en la pantalla contemporánea lo que en ese momento Murnau, en una película silente y con los recursos técnicos de la época, no pudo. Debe sentirse satisfecho.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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