Viaje al fin de la noche: La sangre y la lluvia, de Jorge Navas
Gloria Montoya y Quique Mendoza son los actores que dan vida a Ángela y Jorge, la pareja protagónica de La sangre y la lluvia. Son ellos los anfitriones, quizá a su pesar, de un viaje hacia los confines de una noche infernal que -sin embargo- tiene la proximidad de lo que sabemos que existe así no queramos verlo.
A la vez son testigos y habitan ambos el terreno de las criaturas nocturnas, de los seres sin freno que se toman las aceras una vez el sol se va, para vivir a partir de entonces una existencia agitada, urgente, salvaje, que desconocemos los que nos vamos a dormir temprano. La cámara los retrata en su fascinante peligro, en su alucinado trasegar. La recreación verista de ese ambiente opresivo e irrespirable de violencia, sexo, drogas, rebusque, carencias y soledades es la mayor virtud de una película que supo captar con precisión y respeto cada uno de los detalles que componen el universo nocturno de una ciudad que en este caso es Bogotá, pero que bien podría ser cualquier metrópoli. “Nada es piedad aquí, nada es dulzura”, como bien lo expresó William Ospina en un poema. Es otro mundo, otra mecánica, otro su devenir. Vean ese hospital digno de una película de terror, esa discoteca –suerte de oasis- asombrosamente viva, esos rostros que en medio de la penumbra son unos, pero que al iluminarse son otros. Los noctámbulos están siempre alertas, siempre en pie de guerra. No pueden cerrar los ojos: lo suyo es un combate permanente.
En medio de esa suerte de fuego cruzado están Ángela y Jorge. Son a la vez víctimas y victimarios, vulnerables y peligrosos. Su encuentro es casual, su relación es frágil, sus necesidades distintas. Pero están ahí, juntos, con un ahora, sin un mañana. Nada se piden, tampoco nada están en capacidad de ofrecer distinto a una palabra que se antoje cálida en medio de la noche. A su alrededor se despliega un relato violento, propio de la sociedad en la que nos movemos, que va a envolverlos y a sacudirlos, pero es probable que anticiparan que algo así podía llegar a ocurrirles. La noche tiene sus reglas, es dura e implacable y ellos lo saben. Corrieron el riesgo y ahora pagarán de una u otra forma por ello. ¿Por qué imaginar algo distinto?
Con La sangre y la lluvia, pese a todo, hay un problema que surge a partir de una de sus bondades: esa puesta en escena límite que describimos, que constituye la atmósfera en la que respiran y en la que se mueven Ángela y Jorge, es tan protagónica que casi se traga el drama de esta pareja. Por momentos pareciera que lo que les pase no nos interesa ya, pues lo vemos como algo natural, lo que ocurre de tocar inadvertidamente con las manos desnudas unas brasas. Sin embargo los salva ante nuestros ojos la enorme compasión que el director ha sentido por ellos, que se nota en la combinación de fragilidad y desesperanza con la que los invistió -sobre todo evidente en el personaje de Jorge- suficiente para que su destino termine por interesarnos, a pesar que los sabemos condenados, pues su historia no daba para un final feliz si no quería traicionarse y condescender con un público hastiado de presenciar tanto dolor y que a lo mejor albergaba al final alguna esperanza de redención.
La decisión de Jorge Navas de ser consecuente hasta el final con todo lo sórdido y feroz que presenciamos ha dividido opiniones, pero ha hecho de su película una obra decididamente valiente en estos tiempos de tibieza dramática y temor reverencial a la taquilla. Afuera, mientras tanto, sigue lloviendo.
Publicado en la revista Arcadia No. 50 (Bogotá, noviembre de 2009) pág. 36
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