Un pinche estado mental: Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro G. Iñárritu

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“Las cicatrices del exilio persisten, incluso en aquellos que sí regresan”
-Claudio Lomnitz

No es inusual que un director de cine se sirva de una de sus películas para mostrarnos los hechos de su propio pasado, un evocador ejercicio autobiográfico que ha generado grandes (y dolorosos) filmes a lo largo de la historia. Es menos común que un realizador se sirva de su vida actual o de sus recuerdos para hacer un ejercicio reflexivo y existencial meta cinematográfico donde se funden presente, pasado, demonios internos, sueños, pesadillas, anhelos, autocritica, denuncia, revanchas y peticiones de perdón. Lo hizo Bergman –Fresas salvajes (Smultronstället, 1957)-, lo hizo Fellini – (1963)- e imitándolos lo hizo Woody Allen, que los admiraba a ambos –Recuerdos (Stardust Memories, 1980), Los enredos de Harry (Deconstructing Harry, 1997). También siguiendo la estela de Fellini existe La gran belleza (La grande belleza, 2013) de Paolo Sorrentino. De esa misma raza de proyectos tan personales y tan arriesgados es Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022), el regreso de Alejandro González Iñárritu a México tras décadas de trayectoria internacional. Y ha vuelto con una película de enorme ambición, épica en formato y en recursos formales, que es muestra clara de su oficio como cineasta, pero también de una egolatría que muchos no le perdonan.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022)

El alter ego de Iñárritu en Bardo es Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un periodista y documentalista mexicano radicado desde hace veinte años en Los Angeles, donde ha desarrollado su carrera y ha criado a su familia junto a su esposa Lucía (la argentina Griselda Siciliani). Ahora regresa a su país natal para recibir unos homenajes públicos derivados de un premio que una sociedad periodística estadounidense le ha concedido y que recibirá en unos días. Es el exiliado que regresa a casa, a un país y a una capital que un día dejó y que ahora vuelve a ver y a sentir. Ni él es el mismo que se fue, ni México es la patria que recuerda. El resumen argumental es ese. Lo demás es un flujo constante y surrealista de ideas y de sensaciones, de ir y venir en el tiempo y en los recuerdos, de meterse sin solución de continuidad en sus sueños y deseos, de confundir su testimonio con las imágenes de su ultimo documental “Falsa crónica de unas cuantas verdades”. Hay una circularidad en el relato que solo descubriremos al final, pero a pesar de que la trama aparentemente carece de brújula, realmente nunca nos sentimos perdidos. Siempre sentimos que Iñárritu sabe perfectamente a donde quiere llevarnos, que es lo que quiere expresar, con quien quiere saldar cuentas, a quien desea volver a invocar, que quiere evocar y que no. Transita Silverio sin cesar ese estado intermedio entre la muerte y el renacimiento que el budismo conoce como bardo, y que Iñárritu convierte en una licencia para volver a interactuar a sus progenitores, a lamentar una y otra vez la muerte de uno de sus hijos tras apenas un día de haber vivido, de sentirse en medio de una ciudad que ya asume ajena, en la que se siente más un espectador que un protagonista.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022)

Silverio no se cree dueño de ninguna superioridad moral, se sabe parte de una élite intelectual que disfruta de los privilegios de una minoría culta y adinerada, es un inmigrante de primera clase como él mismo lo reconoce; pero que no por eso (o quizá por eso mismo) no puede dejar de lamentar la situación de su país, una patria clasista, racista y violenta, arrodillada frente al poder de los narcotraficantes, con una población marginada que huye por la frontera norte a sabiendas de lo que le espera, y en la que el número de desaparecidos se cuenta por centenares. Para denunciar todo eso la película no teme recurrir a los excesos, a hacer uso del esperpento carnavalesco para sacudirnos a todos los espectadores latinoamericanos, hipnotizados como estamos por la banalidad de la televisión y esclavizados por unas redes sociales inmisericordes que todos los días buscan una nueva víctima. La ironía y el sarcasmo de Bardo quizá no sean fáciles de digerir para todos, pero creo que esa era la gramática necesaria para el recordatorio histórico y social que desea darnos, para ver si nos sacudimos algún día de la estupidez colectiva.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022)

El cinematografista de origen iraní Darius Khondji ayuda a dar a las imágenes el matiz de pesadilla de ojos abiertos–como las rodadas en el centro histórico de CDMX- que Iñárritu pretendía y concederle a todo el filme un tono onírico o de sensorio alterado, y ahí los largos planos secuencia que inundan el relato sirven para indicar aún más la irrealidad del mismo, su naturaleza ensayística y su carencia de estructura narrativa clásica, el ser ante todo un flujo de consciencia –algunas veces Silverio no mueve los labios y escuchamos lo que dice- lleno de asociaciones libres y de ideas que estallan delante nuestro. Si México es ante todo “un pinche estado mental”, como un conductor que transporta a Silverio le comenta, entonces Bardo es la crónica, menos falsa de lo anunciado, de lo que ocurre en esa delirante mente colectiva. Entre ahí  bajo su propio riesgo.

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A. – Instagram: @tiempodecine

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