El existir consciente: Los espíritus de la isla, de Martin McDonagh
Dice una antigua leyenda irlandesa que un día a finales de marzo de 1923, en una isla del occidente de ese país, llamada Inisherin, dos amigos dejaron súbitamente de hablarse. Colm, un violista aficionado, fue el que tomó la decisión. Pádraic, su hasta entonces inseparable compañero de conversaciones y juerga en el pub local, no entendía que pasaba. De la incredulidad pasó al pasmo, y a partir de ahí las cosas escalaron a proporciones insospechadas. En todos los años que han pasado en la historia de Inisherin, lo ocurrido entre Colm y Pádraic se sigue recordando como un episodio asombroso, casi absurdo, de enemistad fraternal, una vívida metáfora de la dolorosa guerra civil irlandesa que se libraba en esos momentos al otro lado de la costa.
El director británico Martin McDonagh quiso contarnos su versión de los hechos en Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, 2022), una película que trata de ser lo más fiel posible a lo que ocurrió en esas semanas de tensión, que alteraron para siempre la abúlica paz de Inisherin. El veteranísimo Brendan Gleeson interpretó a Colm Doherty, mientras Colin Farrell fue Pádraic Súilleabháin, y Kerry Condon tuvo el rol de Siobhán, su hermana. La puesta en escena es muy ascética, reproduciendo con precisión las condiciones de vida, precarias pero suficientes, de unas personas sencillas, enraizadas en su terruño y en su profunda fe católica. Nada ni nadie parece capaz de cambiar súbitamente el curso de unas vidas predecibles pero felices.
La película no nos muestra la relación previa de camaradería que hubo entre Colm y Pádraic, sino que empieza exactamente en el día en que el primero decide unilateralmente dejar de hablarle al segundo. No era un capricho, no era rezago de una pelea alcohólica, no era una bravuconada. Es más, ni siquiera era un misterio. Colm claramente le expone sus motivos y quiere que Pádraic –que es un hombre mentalmente simple- los respete. Se trata, ante todo y sin dar yo muchos detalles, de una toma de consciencia. De impedir que los días pasen y uno sea arrastrado por una rutina que todo lo iguala, que impide que uno deje obra, que la existencia cuente. La atmósfera de fábula viene dada por la reacción que esta decisión tiene en todos, pues esta “separación” involucra indirectamente a todos los habitantes de la pequeña isla, donde el chisme es el material del que nutren su existir, pues ahí todo se sabe, desde el confesionario hasta la tienda de abarrotes. Esto añade capas de involuntario humor –muy deadpan, muy absurdo- a un relato que tiene en el fondo un sabor a tragedia griega, con todo y profecía. En el balance en esa mezcla entre el humor y el dolor desesperado encuentra Los espíritus de la isla su mayor acierto dramático.
El tiempo es el protagonista verdadero del filme, el tiempo que creemos infinito, el tiempo malgastado, el tiempo que se nos va sin tomar decisiones, sin hacer consciencia de nuestra irremediable finitud. Colm un día abrió los ojos y se dio cuenta que era un artista sin obra, que era un creador sin creación, y luchó por ese derecho. Fue radical, fue absurdo, lo sabemos y nos cuesta entenderlo. Pero en su lucha logró incluso contagiar de esa misma urgencia a Siobhán. “Hay que convertir Tempestad, Dolce y Cautividad en una suite Hay que hacer algo grande y dejar de preguntarse para qué”, escribía Irène Némirovsky. Y tenía razón. Ella fue leyenda. Colm y Pádraic también, exaltados ya a espíritus oficiantes de esa isla.
Postdata necesaria
Si usted, amable lector, llegó hasta aquí creyendo que la leyenda de lo ocurrido en Inisherin fue real, quiero contarle que todo es fruto de la imaginación del director y guionista Martin McDonagh, el mismo realizador de 3 anuncios por un crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017). Inisherin no existe, la película se rodó parcialmente en las isla de Inis Mor, la más grande del archipiélago de las islas Aran. Se vale hacer leyenda.
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