Turbulencias e impurezas: El cine de Lucrecia Martel
Son tan imperfectos los personajes que habitan el universo fílmico de la directora argentina Lucrecia Martel, que Vero -la protagonista de uno de sus filmes, La mujer sin cabeza (2008)- sufre un shock postraumático después de un incidente de tránsito y, sin embargo, nadie en su familia y entre sus allegados parece darse cuenta de la real naturaleza de su errática conducta. Es como si todos asumieran que así es ella, que nada le pasa, que quizá está más cansada o más distraída de lo habitual. Y no es que su esposo, sus primos y sus empleados sean obtusos o torpes, es que en el cine de Lucrecia no hay protagonistas libres de maculas e impurezas. Habitan –en sus tres primeros largometrajes- unas sociedades periféricas, lejos de los grandes núcleos urbanos argentinos, donde los “blancos” (en realidad una clase media reinante) están en oposición con los nativos de la zona, seres de ascendencia indígena que son tratados como servidumbre y reducida su condición a los oficios domésticos.
Esos “blancos” pueblerinos conforman grupos familiares cerrados, endogámicos e incestuosos, incapaces -en su ebriedad y en su soberbia- de ver el tamaño de sus defectos, la frivolidad y ridiculez de sus actos. Temerosos de Dios y a veces con ideaciones místicas, son en realidad un hervor de mentes turbulentas, pasiones adolescentes, lujuria mal disimulada, adulterio, jugueteos indecentes y un aire de falsa superioridad moral que los hace ver aún más patéticos. En realidad todos están desnudos, pero en su delirio no lo ven.
La ciénaga (2001) –su ópera prima- es, de sus creaciones, la más cerrada en sí misma, la que más transmite la sensación de estar presenciando una comedia de costumbres enfermiza, un ejemplo de la degradación que ocurre entre aquellos dedicados al ocio, a lavar sus malas conciencias con alcohol, a desear con ardor lo prohibido y a presenciar con indolencia como todo a su alrededor se pudre. La ciénaga es un filme que me atrevería a bautizar como “gótico subtropical”, pues transcurre en una hacienda del norte de Argentina, la región donde Lucrecia nació en diciembre de 1966.
La presencia permanente de niños y adolescentes en La ciénaga y en su segunda película, La niña santa (2004), parece querernos decir que la corrupción de las almas empieza desde muy chicos, como un proceso de vaciamiento progresivo y permanente de valores que ellos ya no ven en sus mayores. Los padres de la familia que habita la casona donde transcurre La ciénaga –Mecha y Gregorio- parecen un par de zombis, incapaces de amar o de amarse, pasando sus días entre el calor, la abulia y la incomodidad de verse o sentirse. A su alrededor hay un enjambre de adolescentes y de niños –sus hijas, sus hijos, los primos y primas de estos- cuyo continuo bullicio y algarabía no ocultan las pasiones inconfesables que ya mueven a Verónica y a Momi, las dos hermanas adolescentes, la primera atraída por su hermano adulto, mientras la segunda está obsesionada por Isabel, la joven empleada doméstica de la familia. No hay como juzgarlas, no hay un modelo moral a quien mirar o imitar. Todos a su alrededor mienten, critican, simulan, esconden… la degradación física y espiritual es lo único que los circunda y será también lo que contamine a la familia de Tali (interpretada por Mercedes Morán), una pariente cercana de Mecha que la visita con frecuencia buscando que sus hijos, también muchos, se diviertan entre sí.
Entre una piscina de aguas sucias y un bosque cercano donde practican la cacería y la sevicia, los muchachos parecen vivir solos, lejos de unos padres demasiado ocupados con su propia ruina como para prestarles atención. Que la tragedia se abata sobre uno de los jóvenes no es más que la constatación del absurdo que constituye el vivir. No es una venganza del destino, es simplemente el azar. Tan abandonados a su suerte están esos jóvenes como lo está Amalia, la adolescente que protagoniza La niña santa, una joven de mirada inquietante y mente convulsa, que se debate entre sus inquietudes religiosas sacadas de sus clases de catequesis –la salvación, la misión espiritual de su existir, el llamado de la vocación, el temor a Dios- y las urgencias de su cuerpo floreciente, que encuentran alivio en la conducta inapropiada y obscena de un médico que asiste a un congreso médico que tiene lugar en el hotel que –precisamente- administra Helena, la madre de Amalia.
Como en La cienaga, la mirada de Lucrecia Martel en La niña santa se centra en los jóvenes. Ahora es Amalia, hija única, y su compañera del colegio, Josefina. Para ambas la sexualidad es un mundo por descubrir –cada una por sí misma, entre ellas, con alguien más- que además está cubierto de secreto, de impureza y, por ende, es todavía más atractivo para ellas. Sexo versus salvación, sexo versus pecado: la confrontación es irresistible para ellas. Ese núcleo perverso ya intuido en La ciénaga es ahora más directo y frontal. Ellas tienen sed y quieren saciarla así se condenen. Y lo harán mediante juegos, toques, gestos, actos. Que Amalia se prende de un hombre que la molesta en la calle habla de su inexperiencia, de sus ganas de experimentar.
La atmósfera parroquial de La niña santa, de hotel decadente en una pequeña ciudad de provincia, contribuye al bochorno de la situación planteada por el filme, que involucra un inesperado triángulo entre un médico, el Dr. Jano, Helena y su hija. Helena (de nuevo Mercedes Morán) es separada y ve en este hombre enigmático y retraído un posible pretendiente, así sepa que es casado. Lo que no sabe es que Jano acosa a su hija, un drama cuya resolución no veremos, que quedará en off. Lucrecia prefiere rematar su película con Amalia y Josefina nadando en la piscina del hotel, ignorantes de la turbulencia que sus actos han causado entre los adultos. Indolentes e irresponsables, tienen la juventud a su favor.
Para su tercer largometraje, La mujer sin cabeza, Lucrecia se queda esta vez en el mundo adulto, pero conservando la ambientación rural (ese fue el medio en el que creció) y dos palabras que utilicé en la parte final del párrafo anterior: indolencia e irresponsabilidad. Veronica (la gran actriz María Onetto) es una odontóloga de mediana edad, casada y con dos hijas universitarias, que sufre un accidente en una carretera y queda en shock por lo ocurrido y por las posibles consecuencias de lo sucedido. De ahí en adelante su comportamiento –amnesia temporal, mutismo, desorientación espacial- será todo lo errático imaginable, pero asombrosamente será entendido por todos los que la rodean, como si ser excéntrica, evasiva y desubicada fuera parte de su personalidad habitual. Le ocurre lo que a Chance (Peter Sellers), el protagonista de Desde el jardín (Being There, 1979), cuya situación mental era disculpada por todos y vista como una cualidad.
La película está dividida en dos partes: la primera se centra en la desorientación de Verónica y la segunda en las reales consecuencias de lo ocurrido, una vez que ella empieza ya a recobrar la memoria y a pensar en lo que hizo. En ese momento el filme se vuelve más oscuro: aparece la Lucrecia Martel más crítica y aguda con la sociedad de los “blancos”, los dominantes, los dueños del poder por ínfimo que sea, aquellos capaces de alterar los hechos y la realidad con tal de que el orden social que ellos detentan no se altere. Los subyugados -los indígenas- siempre lo serán, así que no importa si con ellos no hay justicia. Además una mujer como Verónica no puede ser sometida al escarnio de una detención o un juicio. Eso no es para ella (no es casual que en una escena Verónica coincida con una reclusa y sus guardianes en un baño de un hospital local: la diferencia de clase social es abrumadora).
Al final de La mujer sin cabeza nada ha cambiado: todo sigue inalterable, la amnesia ahora es voluntaria. Decía Lucrecia: “En La mujer sin cabeza lo que yo quería era acercarme a esos mecanismos del olvido, de la complicidad de clase, de tapar… Pero eso que lo decimos así de manera abstracta, son cosas concretas. ¿Cómo hago yo para que no venga la policía? ¿Cómo hago yo para facilitarte el conseguir el carnet de conducir sin hacer el examen porque no ves bien? Bueno, ahí consigo un amigo de un amigo para que te firme el carnet. Digo, ¡es eso! No es que esté pensando en unas ideas o en unos folletos acerca de cómo se constituye la sociedad. Hay que fijarse en detalle, es suficiente” (1).
Tras dos cortometrajes experimentales, Pescados (2010) y Muta (2011), el primero sobre unos peces ornamentales Carpa Koi que al abrir la boca para tomar aire o comer parecen cantar al ritmo de una canción y el segundo sobre unas esbeltas modelos en un barco desierto cuyos movimientos y actitudes son los de unos insectos, Lucrecia regresa al largometraje de ficción con una propuesta más atrevida y ambiciosa que las tres previas: Zama (2017), basada en la novela de Antonio Di Benedetto. Ambientada en la época de la colonia española en una región entre el norte de Argentina y Paraguay, la película tiene como protagonista a Diego de Zama (el actor mexicano Daniel Giménez Gacho), un funcionario americano con un rango burocrático en la estructura administrativa de la corona ibérica. Zama está apostado en un lugar remoto y busca su traslado a la ciudad de Lerma, pero se enfrenta al silencio, las negativas y el abandono de aquellos encargados de tramitar su solicitud. Es el nativo sometido a la voluntad y a las burlas del “blanco”, en este caso español.
Zama es la historia del derrumbamiento moral y físico de un hombre –Mecha y Gregorio en La ciénaga, el Dr. Jano y Helena en La niña santa, Vero en La mujer sin cabeza– víctima de sí mismo, de sus flaquezas y debilidades. El filme es un viaje, alucinante y alucinado, al interior de la mente de un ser defraudado e indigno y por eso Lucrecia lo dotó de una especial sonoridad, de fueras de campo tan importantes como lo que pasa en el cuadro, de una puesta en escena donde las fronteras entre lo real y lo imaginado se disuelven.
Película ambiciosa e hipnótica, Zama marca un punto de quiebre en la carrera de su autora, que demuestra acá una bienvenida versatilidad y unas ganas enormes de romper moldes y esquemas preconcebidos sobre ella. Lo suyo es eso: sorprendernos, derrumbar nuestras expectativas. Y en ese proceso se ha convertido en una artista fundamental, en una autora exigente, libre y segura de sí.
Referencia:
1. Pinto Veas, I. (2015). Lucrecia Martel, laFuga, 17. [2018-09-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/lucrecia-martel/735
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia no. 333 (Medellín, julio-septiembre/18), págs. 132-138
©Editorial Universidad de Antioquia, 2018
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