Mario Monicelli ya se fue…
En la noche del lunes 29 de noviembre de 2010, en Roma, un anciano se arrojó por una ventana del quinto piso del hospital San Giovanni, donde estaba internado. Casi ciego y en tratamiento para un cáncer de próstata, decide terminar con su vida, como lo hiciera su padre en 1946. Este anciano valiente tenía 95 años. Se llamaba Mario Monicelli y era un enorme director de cine.
El cine italiano perdía así a un autor fundamental, el realizador que elevó la commedia alla italiana a alturas creativas insospechadas, al hacer de la inteligencia y la ironía armas subversivas de gran calibre. Monicelli fue un “revolucionario sonriente”, como lo saludó el diario de izquierda Il fatto quotidiano al informar la noticia de su deceso. Se une ya a otros directores de ese género que lo antecedieron en el adiós, como Dino Risi, Luigi Comencini y Pietro Germi.
“La commedia alla italiana siempre fue un lugar crítico de la sociedad italiana sobre las condiciones políticas y económicas, un estilo de comedia fundamentalmente irónico. Siempre pensé que las ideas en el cine se transmitían mejor a través del humor, mucho más que con una estructura dramática”, expresaba Monicelli en 2007 en el Festival de Mar del Plata, donde presentó su último largometraje, Las rosas del desierto. Ese fue su secreto: entender que era posible narrar con humor eventos profundamente dramáticos y dolorosos que tenían lugar en esa Italia de la postguerra y de los primeros años del boom económico.
Natural de Roma, donde había nacido en 1915, su carrera en el cine se inició a mediados de los años treinta con un cortometraje, pero adquirió notoriedad cuando a finales de los años cuarenta dirige al cómico napolitano Totò en una serie de graciosos largometrajes como Totò cerca casa o Guardias y ladrones (Guardie e ladri).
Sin embargo, es cuando se une a los guionistas Agenore Incrocci y Furio Scarpelli -en una asociación que va a durar años- que el éxito lo visita, sobre todo por dos comedias magistrales protagonizadas por Vittorio Gassman, Los desconocidos de siempre (I Soliti Ignoti, 1958), conocida en España como Rufufú; y La gran guerra (1959), que gana el Festival de Venecia. Un ingenio inconmensurable se ve en estos filmes, el primero sobre una improvisada pandilla de ladrones condenada al fracaso, y el segundo sobre el individualismo de dos soldados que no quieren morir en la primera guerra mundial.
Su cine bordearía lo dramático (Los compañeros), lo histórico (La armada Brancalone) y lo corrosivo (Un burgués pequeño, pequeño), siempre con una mirada crítica y comprometida. En 1991 ganó el León de oro honorífico en el Festival de Cine de Venecia. Pero ese 29 de noviembre de 2010 dijo “basta ya” con un último gesto de entereza y rebeldía. Se fue. Ahora descansa.
Publicado en el periódico El Tiempo (Bogotá, 09/12/10). Pág. 16
Casa Editorial El Tiempo, 2010
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